Desde el año 2000 la Ley Orgánica de Elecciones, en su artículo 116, exige que las listas al Congreso estén constituidas, como mínimo, por un 30% de mujeres (o varones). El año pasado, como complemento a esta medida, se buscó aprobar una ley de alternancia de género en la que se obligara que en las listas, de forma intercalada, haya candidatas mujeres entre los candidatos hombres. Este tipo de medidas, si bien están indudablemente sustentadas – para quienes las promueven– en una benévola búsqueda de equidad, terminan siendo, para ese propósito, inútiles o, peor aún, agravadoras del problema.
Según el defensor del Pueblo, Eduardo Vega, “Es necesario que las organizaciones políticas cumplan con esta norma de cuota de género para garantizar la participación política de las mujeres y el acceso a la función pública en condiciones de igualdad”. No obstante, lo más resaltante de esta medida es lo poco que logra lo último que señala Vega. La imposición arbitraria de un grupo humano basándose solo en elementos externos a sus talentos o capacidades – dígase por género, orientación sexual, color de piel o alguna característica física específica– logra, más bien, la profundización de la desigualdad, dándole una ventaja comparativa a un grupo sobre otro. Visto desde una perspectiva atlética, por ejemplo, sería como permitir que un competidor empiece en el centro de la pista mientras los otros deben arrancar en la línea de partida.
Esta norma socava el principio de meritocracia que debe primar cuando se busca la inserción de un individuo a cualquier organización. Esto implica que, en aras de cumplir con lo establecido por la ley, se vea a las mujeres, más que como políticas competentes, como meros requisitos. Entonces, siendo el cumplimiento la prioridad, poco importa que la candidata tenga las características que el partido pueda consideras constituyen a un buen postulante al parlamento. En general, cuando lo externo prima sobre la competencia, la calidad de los miembros de una institución tiende a decaer y cuando se trata de una tan importante como el Congreso de la República el riesgo a la decadencia es algo que se tiene que evitar.
Si un grupo poblacional tiene garantizado un lugar, se reducen los incentivos para proporcionar una buena oferta política. Al mismo tiempo, quienes tienen limitados sus espacios, dejan de encontrar necesidad en el esfuerzo pues, hagan lo que hagan, sus cupos ya están delimitados.
Las mujeres hoy en día, qué duda cabe, no necesitan de condiciones artificiales para alcanzar el éxito en el mercado laboral o político pues pueden estar igual o más capacitadas que cualquier hombre para ostentar cualquier cargo. Estas medidas, más bien, sugieren lo contrario: las mujeres necesitan ayuda. Esta perspectiva es, en sí, discriminatoria, y lo es por partida doble si se considera que aquellos que no son considerados minorías, en este caso los hombres, no pueden competir en igualdad de condiciones.
La imposición de cuotas de minorías es la versión izquierdista del ‘chorreo’. Si económicamente este concepto pretende que la riqueza se filtre de las clases más altas a las bajas, socialmente, garantizando espacios en posiciones de poder, se pretende que la igualdad alcance a la masa poblacional. Sin embargo, esto no funciona así. Las medidas arbitrarias, impuestas a una élite política, solucionan el problema a nivel estético, pero el problema de fondo, arraigado a la sociedad, no se puede solucionar de esa manera.
La lucha contra la desigualdad y la discriminación de cualquier tipo se libra, en primera instancia, por medio de la educación y en segunda instancia con la realización de que los prejuicios terminan por perjudicar, también, a aquellos que los poseen. Por ejemplo, privándolos, de un gran sector del mercado laboral o politico, cargado quizá de valiosos talentos, por simples subjetividades.