«¿Es verdad?», preguntó un atribulado soldado mientras encendía un cigarrillo para tratar de combatir el frío de la noche en la isla.
«Parece que sí. El chino ya lo decidió. Abimael no pasa de esta noche.«, respondió con aire descuidado su compañero que ya apuraba las últimas gotas de un prohibido y cuestionable licor que había logrado esconder entre sus pertrechos antes de salir hacia la isla.
A unos metros de ahí, el viento helado seguía castigando a tres infantes de Marina que observaban con cierto desdén a un grupo de civiles del canal de televisión del Estado que terminaban de instalar sus cámaras y el sistema de transmisión vía micro ondas.
En la Lima continental, el «teléfono de 3 dígitos» sonó en la casa de Corpac. «Buenas tardes, habla Coronel Pérez, Edecán del Sr. Presidente. ¿Me comunicaría con el Señor Ministro por favor?«. El teléfono de 3 dígitos era un moderno aparato de marcación con disco que había sido instalado a los días de la juramentación del Ministro en su casa y tenía por finalidad la comunicación «confidencial» entre los Ministros y el Presidente. Nada más chuponeable, sabríamos años después.
«Me voy al Pentagonito. Han citado a un Consejo de Ministros de urgencia«, refunfuñó con muy mala cara el Ministro. «¿Qué mierda habrá pasado?«, inquirió el menor de sus hijos. El Ministro no arremetió contra la palabrota como era usual. «Nada bueno«, masculló el funcionario sin siquiera mirarlo mientras salía de la casa y subía a su azul y blindado transporte.
Fue uno de los primeros en llegar a la amplia sala del Cuartel General de Ejercito donde el Presidente había instalado una de sus viviendas temporales, aconsejado por, también sabríamos luego, un siniestro y cazurro asesor. En menos de 15 minutos llegaron todos los demás miembros del Consejo de Ministros.
«¿Sabes qué pasa?«, se interrogaban entre sí los Ministros civiles. «Ni idea, pero ya sabes, nada bueno«, era la respuesta más frecuente. Un mozo debidamente ataviado servía cafés y colocaba en la mesa bandejas con bizcotelas.
Los dos Ministros militares se mantenían ajenos, alejados y extrañamente herméticos en una salita de espera contigua a la gran sala. El Ministro los miró y tuvo esa sensación de cuando sabes a ciencia cierta que algo malo va a ocurrir pero que no terminas de identificar de qué se trata. Mala vibra.
Apareció Fujimori, serio como siempre, en pantalón de terno y en mangas de camisa, saludó y pidió que tomaran asiento. Críptico como siempre, empezó.
«Buenas noches. Señores Ministros, los he convocado para comunicarles que he tomado la decisión que esta noche Abimael Guzmán sea fusilado en la Isla San Lorenzo.»
El silencio fue prolongado, las miradas se cruzaban como pidiendo ayuda entre sí, silencio, al fondo de la mesa los dos ministros militares se miraban con aires de complacencia. Silencio.
El Ministro procesó rápidamente, o al menos creyó que así era, el golpe y tomó la palabra. Muy serio como siempre midió cada frase instantes antes de pronunciarla: «Presidente, en mi condición de asesor legal del Consejo de Ministros, me permito informarle respecto a las gravísimas consecuencias jurídicas de esta decisión si finalmente Usted la concreta. La Constitución no prevé la pena de muerte en este caso. Ello, además del descrédito internacional del gobierno, en un escenario en el cual se ha trabajado tanto ante la OEA luego del 5 de abril. Sería claramente un retroceso y finalmente, y quizá lo más grave en el largo plazo, sería que se estaría creando un mito. La captura de Guzmán y su presentación en público ha contribuido a iniciar la caída de una figura considerada mesiánica. Por ello, fusilarlo lo terminaría de inmolar y lo colocaría en la categoría de «mártir» de la revolución; se crearía un efecto multiplicador, Sendero se revitalizaría cuando lo que está ocurriendo es justamente lo contrario.»
Un segundo Ministro, abogado también, hizo suyo ese comentario y le pidió al Presidente que no lo haga, dejando expresa constancia que como peruano, padre de familia y ciudadano de a pie, ganas no le faltaban.
Alberto Fujimori escuchaba atentamente y tomaba notas en la pequeña libreta que guardaba en el bolsillo de su camisa. Se acomodó los lentes y mirando a los que hasta ese momento eran sus dos únicos objetores, sentenció: «Comprendan que tenemos la oportunidad histórica de acabar para siempre con Guzmán. No hay garantías que cuando dejemos el poder un siguiente gobierno débil – como el de Belaúnde – lo libere o que escape como lo que ocurrió con el MRTA en el gobierno de García. Entiendo perfectamente los argumentos que acabo de escuchar. Necesito la opinión de los demás por favor.»
Los dos ministros militares al unísono y en tono marcial señalaron: «¡Estamos completamente de acuerdo con su decisión señor Presidente!«. Se sumó casi de inmediato un joven y entusiasta Ministro de Economía y Finanzas, que hoy seguramente es uno de los pocos amantes de las AFP.
«Los voy a dejar un momento para que traten de llegar a una posición mayoritaria y será esa la que tomaré en cuenta.», sentenció el mandatario mientras se retiraba por un oscuro corredor seguramente a debatir con su siniestro asesor que, hoy nadie podría dudar, estaba escuchando y viendo todo lo que pasaba en esa sala.
El debate fue tenso, intenso y áspero y para cuando el Presidente regresó, todos los Ministros civiles estaban ya en contra de su decisión y sólo lo respaldaban sus Ministros militares.
Habían pasado 5 horas cuando el Ministro regresó finalmente a casa. Su hijo lo encontró sentado en silencio en el comedor con la mirada perdida en un jardín imaginario. «¿Que pasó?«, se apresuró a decir el joven. «Saluda primero«, dijo el Ministro. «Hola papá. Y ahora dime por favor qué pasó«.
“Un día como cualquier otro. Le acabamos de salvar la vida al mayor genocida de la historia peruana«.
Sin dejar de mirar a su hijo, respiró, se levantó y lo abrazó mientras empezaban a subir al segundo piso en silencio.