[OPINIÓN] Al maestro Germán Suarez Vértiz

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Recuerdo aquellos primeros días de abril de 1972, la primera vez que mi madre me llevó a “La Academia” como ella le llamaba. Era el taller en donde el maestro Don Germán Suarez Vértiz, impartía sus clases de pintura. La academia se ubicaba en los altos de la calle Alfonso Ugarte 173, en Miraflores, lo que hoy sería la prolongación de la calle de La Paz, a media cuadra de la Av. Ricardo Palma. Hoy el inmueble está totalmente demolido, al lado de la casa en esquina que fuera de Raúl Porras Barrenechea, hoy Instituto Porras Barrenechea. Una vez que se tocaba el timbre, te abrían la puerta desde arriba jalando una larga cuerda sujeta a lo largo de todo el pasamanos de una larguísima escalera. Efectivamente, una vez que la puerta se abría, aparecía una larga escalera de madera que te llevaba hacia el segundo piso. Parecía interminable subir por esa escalera. Casi al final de la escalera, en la inmensa pared al costado de la misma, destacaba un gran mural pintado sobre papel,  efectuado por el maestro Suarez, en donde aparecían varios desnudos magníficamente dibujados, de atletas luchando entre sí. La escalera terminaba en una amplia recepción de techos altos, en donde en una esquina había un escritorio de madera en donde estaba sentado por lo general, el maestro Suarez.

 Yo tenía 11 años cuando le conocí. Mi madre me lo presentó. Ya estaba entrado en años pero era un hombre fuerte, recio, bien plantado y de estatura mediana tirando a bajo. Estaba con su mandil blanco de pintor, una especie de bata larga, como de médico. Se podía respirar en toda la academia un olor penetrante a aguarrás y a óleo. Siempre recordaré la academia por ese olor. De mirada seria, adusta y ceñuda, con el cabello blanco y muy corto, casi al rape, el maestro te miraba penetrantemente como tratando de adivinar qué diablos quería este mocoso que deseaba aprender a pintar como Dios manda. Mientras hablaba con mi madre, miré hacia la pared detrás de su escritorio y me quedé con la boca abierta. Había un hermoso cuadro que tomé como de la batalla de Arica –luego me enteré que era la batalla de Tacna- rodeado de varios rifles y carabinas originales de la guerra con Chile, así como bayonetas y varios sables colgando. El maestro se dio cuenta de ello y me contó que él era tarapaqueño, del mismísimo Tarapacá, pues nació en Iquique, en la Iquique ocupada por los chilenos y que vivió mucho tiempo allí por lo que le tenía un gran amor al Perú, teniendo aún muy frescos los recuerdos de la guerra que le contaran sus padres, así como de la nefasta ocupación chilena. Luego me presentó a su esposa, la Sra. Teresa Reyes de Suarez Vértiz, una señora bajita, con el cabello gris-blanco, amarrado y sujeto en un pequeño moño, de mirada inteligente y sonrisa dulce, la cual me llevó inmediatamente –siempre la Sra. Tere fue una mujer muy ágil- a otro salón y luego de mostrarme un caballete, colocó allí una tabla, un pliego de papel fino sujetado con tachuelas, y al frente en una mesa contra la pared, un modelo de frutas con un jarrón. Me pidió que lo dibujara, entregándome para ello un pedazo de carboncillo y un borrador “de papa”. Luego de dibujarlo se lo entregue a la “Sra. Tere” o “Sra. Suarez” como siempre se la llamó. Se lo enseñó al maestro Suarez el cual con gesto ceñudo hizo un gesto afirmativo sin musitar palabra alguna. Fue mi primera “obra” y el maestro la guardó para compararla luego de un tiempo, con las obras que hiciera posteriormente.

Tres veces a la semana asistía con mi madre a la academia y así fui progresando rápidamente, pasando del carbón al pastel y finalmente al óleo, mi material favorito. Mi madre pintaba en el salón de avanzados. Yo estaba con los intermedios, pese a ser un niño aún. Un par de años más tarde, el maestro –para mi sorpresa- me permitió comenzar a pintar desnudos –mujeres por lo general, modelos profesionales-. Allí aprendí lo difícil de dibujar y maravillosamente bello que es el cuerpo humano. ¡Ya pueden imaginarse la cara de asombro de mis amigos en el colegio cuando les conté que ya pintaba desnudos! El maestro Suarez se paseaba entre los caballetes dando diversas indicaciones a los alumnos. Muchos le teníamos un poco de temor pues era muy directo en sus apreciaciones y consejos. Así por ejemplo, solía afirmar lo siguiente: “Cuando quieras pintar abre bien los ojos y no dejes de mirar, cuando hagas música abre bien los oídos y no dejes de escuchar; para ninguna de las dos cosas hay que hablar mucho.” Luego de mirar a los alumnos, el maestro se iba caminando por el pasillo central de la academia, hasta una puerta lateral que daba al atelier personal del maestro. Varias veces me lancé a mirar con mucho cuidado lo que sucedía en esa habitación. Allí el maestro pintaba tranquilamente y en silencio. Era casi un lugar de culto. Allí vi muchas de sus obras. Recuerdo especialmente el retrato de Túpac Amaru que el gobierno le encargara para Palacio de Gobierno. Lo hizo en tiza roja. Era un estupendo trabajo, una belleza de obra en donde se podía apreciar a Túpac Amaru en tres cuartos con el dorso desnudo, el cabello al viento, cruzado el torso por la cuerda de una honda incaica. En mi libro de colegio de historia del Perú aparecían varios cuadros del maestro Suarez como sus magníficos retratos de Orellana, Pizarro y Almagro, por ejemplo.

La vida en la academia en los cinco años que estuve de corrido era muy entretenida. Mientras el maestro Suárez trabajada encerrado en su atelier, la Sra. Tere, excelente pintora dicho sea de paso, se paseaba entre los alumnos indicando como mezclar los colores, utilizar la paleta, los pinceles o la espátula, así como corrigiendo algunas monstruosidades y barbaridades que por allí se veían. Todos los miércoles después de las clases –que eran desde las 3.30pm hasta las 6.30pm. más o menos- pues la luz natural ya iba desapareciendo, la Sra. Tere hacía lo que llamábamos “fórums”, esto es, clases teóricas de pintura, estudiando a los pintores clásicos de todos los tiempos. La Sra. Tere mediante un proyector, nos ponía las imágenes de cuadros famosos que analizábamos concienzudamente. Recuerdo especialmente la clase de composición en donde estudiábamos la “sección aurea” y otras cosas por el estilo, a fin de colocar los elementos de un cuadro en perfecta armonía, evitando que el cuadro se desequilibrara o “pesara” más en un lado que en el otro, por ejemplo. Lo mejor de todo es que antes del fórum, tomábamos lonche con té y pan baguette de la panadería de “Elio Tubino” y una salsa de mayonesa con apio maravillosa que preparaba la Sra. Tere. Yo era el único chibolo del grupo pues todos eran señoras o señores obviamente mayores que yo. Fueron tiempos maravillosos en que literalmente respirábamos el arte en la academia. Los modelos que nos ponía el maestro Suarez, pero especialmente la Sra. Tere, eran increíbles. Bodegones inmensos con frutas o verduras naturales –nada artificial o de yeso-, partidas y distribuidas con excelente gusto; lecheras, jarrones, telas y en resumen, con cualquier cachibache hacíamos arte. Mi estilo de pintura rompía un poco los esquemas de la academia pues se pintaba en estilo más clásico y figurativo. Yo pintaba con colores fuertes y sueltos, estilo “fauvista” (Fauve, fiera en francés) con colores puros y fuertes, haciendo que la Sra. Tere me mirara medio recriminatoriamente pero también con satisfacción pues siempre me reconoció que algo de talento tenía. El maestro Suárez nos motivaba y también nos regañaba si flojeábamos o no dibujábamos bien. Se ponía un poco cascarrabias pero una indicación suya era como oro puro. Pude participar en diversas exposiciones colectivas con las demás señoras, llegando a vender increíblemente algunos de mis cuadros, cosa que me produjera gran alegría ¡Vender a los 15 años tu primer cuadro! cuando Van Gogh solo vendió un par a su hermano Theo en toda su vida.

Con el tiempo el maestro Suarez me miraba más que con severidad, con cierto cariño y yo lo miraba con admiración. Fue el discípulo más destacado del gran pintor Daniel Hernández y del escultor español Piqueras Cotoli, llegando a ser maestro y luego director de la Escuela Superior de Bellas Artes, hasta en dos oportunidades. Diversos amigos suyos rondaban la academia, recordando en especial al gran acuarelista arequipeño Teodoro Nuñez Ureta. El maestro fue inclusive convocado para el diseño de varios billetes del sol de oro y de estampillas conmemorativas. De otro lado, adoraba a su esposa, la Sra. Suarez, trabajando juntos en la academia. Tuvieron nada menos que doce hijos: 8 varones y 4 mujeres: Lucia, Guiche, Hernando, Javier, Gonzalo, Talitha, Jaime, Alvaro, Diego Santiago, Ramiro y Rocío. El gran canta autor Pedro Suarez Vértiz es nieto del maestro e hijo de Hernando. Como bien señala en una reseña su hija Rocío, la vida en la academia se debatía “entre clases y caballetes, forums de arte con invitados y eruditos ponentes, películas, amenas tertulias como espacio de expresión libre…”.

Cuando me cansaba de pintar, solía darme una vuelta por los salones, viendo lo que pintaban o dibujaban los demás y escuchando las indicaciones del maestro Suarez a sus alumnos. Aprendía uno mucho escuchando sus indicaciones, viéndole pintar o dibujar. Luego de darme una vuelta, me apoyaba en la baranda de madera de uno de los grandes ventanales que daban a la calle, entreteniéndome con el pasar de la gente. Fue precisamente en la tarde del viernes 4 de julio de 1975, en que mirando a la calle por ese gran ventanal, vi salir de la academia al maestro, bien abrigado y con su boina negra en la cabeza, alejarse caminando hacia su casa, que en aquella época estaba en la avenida 28 de julio, en Miraflores, a pocas cuadras de Larco. Fue la última vez que vi al maestro. Falleció repentinamente al día siguiente 5 de julio, pasado el mediodía.

Ese día por la tarde fui con mi madre al velorio en su casa de la Av. 28 de julio. Así anoté mis impresiones en mi diario personal de ese día. Yo tan sólo tenía 14 años: “Hoy fue un día muy triste para todos los alumnos de la academia. Pues mamá me dijo a las 5pm. que el señor Suarez Vértiz había fallecido hoy a la 1pm. Mamá y yo fuimos a su casa al velorio. Le dimos el pésame a la señora Teresa, su esposa. Cuantas cosas pensaba. Sobre su cajón estaba su boina negra, su medalla, al lado su paleta y sus pinceles con que pintaba y su caballete con su cuadro de la batalla de Arica que tanto me gustaba. Qué triste estuve hoy. He perdido a un gran maestro que no supe ni pude apreciar. A veces cuando me decía: “Mira cien y pinta una”, o “No dejes esos blancos que te desarmen el cuadro”. Cuantas cosas. Cuando tan sólo el miércoles habíamos estado tomando lonche alegremente. Cuantos recuerdos. Hoy perdí a un gran maestro.” Vayan estos sencillos recuerdos en homenaje, a los cuarenta años de la partida, de ese gran maestro que fue Don Germán Suarez Vértiz, gran pintor, maestro y patriota tarapaqueño