Alonso Cueto: «Un escritor vive de la aventura, del riesgo»

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Sin duda, Alonso Cueto (Lima, 1954) es uno de los novelistas peruanos más reconocidos a nivel nacional e internacional. Autor de obras como Grandes miradas (2003), La hora azul (Premio Herralde 2005), El susurro de la mujer ballena (2007) y, más recientemente, La segunda amante del rey (2017), Cueto se ha convertido en un referente no solo de maestría narrativa, sino también de disciplina, entrega y generosidad en el quehacer literario.

El año pasado se cumplieron 50 años de la muerte de tu padre, Carlos Cueto Fernandini, quien fue filósofo, director de la Biblioteca Nacional, ministro de Educación en el gobierno de Belaúnde, y me parece que hasta escribió poesía en su juventud. Por otro lado, hace unos años falleció tu madre Lilly Caballero, que tuvo un papel importante en la lucha contra el analfabetismo. ¿Qué dirías tú que es lo más importante que te legaron tus padres?

Creo que mis padres me legaron dos impulsos, dos instintos u obsesiones. Una es la de tener unas metas, unos objetivos, una disciplina […] Siempre he tenido la impresión de que la vida no tiene ningún sentido y de que nosotros al llegar al mundo tenemos que darle un sentido a través de nuestras obsesiones. Nuestras obsesiones son una respuesta al sinsentido de la vida porque definen un camino, trazan unos objetivos que cuando se cumplen son reemplazados […] Las obsesiones por lo general no tienen mucho asidero en la realidad. Osea, ¿qué sentido tiene ser escritor en un país como el Perú donde la gente lee poco? Pero justamente eso es lo interesante (risas). Es algo que está fuera de la realidad. Y lo otro que heredé de ellos fue la idea de que uno puede pertenecer de una manera muy comprometida a una comunidad sin dejar de ser un interesado, un apasionado por lo que pasa en el resto del mundo. Yo nací en el año 54. Un año después fuimos a vivir a París. Mi padre tenía un trabajo en lo que era la OEA en esa época. Luego nos fuimos a vivir tres años en Washington. Y cuando yo tenía siete años mis padres decidieron volver a vivir aquí porque ellos querían que fuéramos peruanos. Pero al mismo tiempo ya nos habían enseñado otras partes del mundo. Entonces, claro, yo vine aquí, aprendí a hablar español […] Todavía estoy aprendiéndolo algunas veces (risas). Pero ya, digamos, era un amor a la cultura, a la historia del Perú, dentro de un contexto en el que habíamos estado viviendo en otros lugares. Así que yo creo que esos dos instintos, esos dos impulsos […] El impulso por la disciplina, por las obsesiones, por trazarse caminos, por hacer de la vida un derrotero. Y el amor al Perú.

Y, cuéntame, ¿cómo surgió en ti lo que J.J. Armas Marcelo llama “el vicio de escribir”?

Perdí a mi padre a los catorce años. Cuando uno pierde a un padre a los catorce años pierde una relación con el mundo, un mediador con el mundo. El padre es una persona a la que tú le preguntas por el mundo. Y me quedé sin un intérprete de las cosas que es un padre a esa edad. Pero mi madre fue una persona enormemente fuerte, una persona con mucho coraje, con mucho empuje, mucha entereza, y sacó adelante a la familia en ese momento. Pero digamos que descubrí la muerte con mi padre. Y también descubrí las palabras porque apenas murió me puse a leer mucho. Y mucha poesía, especialmente. Y empecé a leer mucho la obra de César Vallejo y me di cuenta de que lo que yo leía era algo parecido a lo que yo estaba sintiendo. La idea de un mundo que va a la deriva, como decía Vallejo, el mundo “como dos dados roídos y ya redondos, a fuerza de rodar a la aventura”, que es la frase de “Los dados eternos”. Y al mismo tiempo una experiencia de ir a la deriva y una experiencia de la orfandad, de la soledad, del desamparo. Entonces, eso me sirvió como un descubrimiento de la vida frente a la muerte, de las estrategias que se ha inventado la vida para hacerle frente a la muerte. Y una de ellas, la más importante, es el arte. La otra es la religión. Posiblemente el amor sea la otra […] Desde entonces, me convertí en un lector compulsivo y, por derivación, en un escritor también compulsivo.

El ser humano ha sido desde sus inicios un fabulador o contador de historias. Pero, ¿qué crees que nos da la literatura que no nos puede dar la historia, el periodismo o la sociología?

La literatura nos da la capacidad de imaginar algo que está más allá de la realidad. Es decir, nos da la capacidad de encontrar un universo de la imaginación, del sueño, de la fantasía que pueda desagraviar a los seres humanos de las limitaciones que les impone la realidad. La historia, las ciencias sociales (y las ciencias en general) nos recuerdan la realidad […] Pero la literatura nos hace trascender la realidad en cierto modo. Ese es un modo de verlo, pero hay otro modo […] que es que también nos recuerda la realidad porque tal vez la literatura, la imaginación y la fantasía sean a veces el mejor reflejo de lo que es la realidad. Porque podemos entrar en las zonas de la vida personal, de la vida familiar, íntima en las que no entra la ciencia. Se me ocurre ahora un ejemplo de alguien que había visto un perro descrito por Chéjov, y que desde entonces le parecía que todos los perros eran chéjovianos (risas).

Hace unos años dijiste que tus novelas “podrían ser definidas como unas historias de crímenes, en las cuales el sospechoso principal es el pasado”. ¿Todavía piensas eso? ¿Es algo que te propones?

No me lo propongo, pero es algo que siempre he pensado porque creo que en algún momento de la vida descubrimos la fuerza que tiene el pasado. En un momento nos damos cuenta del peso que tienen los recuerdos, la gravedad de la memoria, y cómo el pasado se las arregla para estar siempre presente. Incluso en los hechos más casuales, los hechos más circunstanciales. Uno puede detenerse en una luz roja en un auto y a lo mejor se detiene en el auto de al lado la vecina a la que le declaraste tu amor por primera vez. O el amigo al que dejaste de ver porque te fuiste de viaje treinta años antes aparece en el aeropuerto. Osea que de algún modo el pasado te tiende emboscadas […] Entonces, el arrepentimiento y el perdón son formas de lidiar con lo irreparable. Lo irreparable es algo que ya ocurrió […] Pero también me parece interesante la idea del mundo quechua de que el pasado está delante de nosotros y el futuro está atrás porque no lo puedes ver.

¿Te parece que a la hora de contar historias el talento es fundamental? ¿O más bien compartes lo que decía Oscar Wilde acerca de cómo la “transpiración” pesa mucho más al momento de enfrentar la página en blanco?

Uno nunca está seguro de tener talento. Lo único de lo que puedes estar seguro es que uno va a esforzarse, dedicarse. Alguna vez me acuerdo que un amigo mío le preguntó a Julio Cortázar qué hay que hacer para ser un gran escritor. Y Cortázar dijo: “Bueno, hay que hacer tres cosas: leer mucho, escribir mucho y vivir mucho”. Y la palabra fundamental ahí es “mucho”. Ahora, por “vivir mucho” no se refería a que había que subirse a un cerro o tener muchas mujeres o emborracharse, sino a vivir intensamente las emociones que tienes. Entonces, yo creo que lo primero es tener un alma, una actitud frente al mundo que sea de asombro. Todo te asombra, todo te llama la atención, todo te impresiona, eres muy impresionable, y a partir de eso, digamos, uno puede tratar de convertir ese asombro en palabras.

¿Y la felicidad, que desde luego es siempre transitoria, sirve para crear ficciones?

Bueno, hay la idea de que la felicidad es un obstáculo para un escritor. Pero no hay reglas tampoco. Hay que ver que muchas novelas y cuentos de García Márquez tienen un final feliz. Tienen un final en el que los personajes salen adelante, viven y cumplen sus sueños. Lo único que hay que evitar [cuando uno escribe] es el lugar común. Mientras uno no repita las mismas palabras que repiten todos, uno tiene que ver un ángulo nuevo, renovado, asombroso de la vida, y tratar de escribir con la misma originalidad.

Pero al mismo tiempo debe haber una cierta inconformidad con la realidad tal y cómo es para ser escritor.

Sin duda. La literatura nace de la inconformidad, de la no aceptación de la realidad, de que hay otras posibles marchas. Y además el mundo tal como lo conocemos (y esta es una idea de Henry James) es un mundo de relaciones infinitas en las cuales nunca se sabe dónde terminan. Osea, tú sales, digamos, a trabajar o a ver amigos, luego ves a tu familia, te vas de viaje […] Todo es una red caótica de superposiciones donde tú nunca sabes cómo van a acabar. Pero una novela tiene que darte la ilusión de que todo tiene que ver con todo […] Entonces [hay] una frase de Henry James que dice que el “exquisito problema del artista” es encontrar una geometría que dé la impresión de que todo está integrado en un círculo.

En tu ensayo La piel de un escritor (2014) dices que “la narrativa no es solo una indagación en la esperanza sino también un observatorio de la desesperación”. ¿Podrías explicarme a qué te refieres con esa frase?

A mí tal vez lo que más me interese como escritor es el tema de la esperanza porque me da la impresión de que la esperanza es un músculo, una actitud natural en los seres humanos, que se presenta como una alternativa en cualquiera. No es necesario que una persona tenga una ideología o una religión o un código de valores para tener el impulso de querer seguir adelante, de tener un futuro. Me interesa siempre cuál es ese resorte en la psicología de cada persona que hace que uno quiera continuar aun cuando, con mucha frecuencia, todo está en contra de la esperanza en un futuro mejor. Yo creo que uno puede vivir en muy malas condiciones, pero no puede vivir sin la esperanza de que eso va a mejorar […] Y mientras uno logra postergar la esperanza, salir adelante, muchas veces las personas se va convirtiendo en seres desesperados, que van perdiendo la fe en el futuro. En el personaje de Míriam en La hora azul, por ejemplo, ella siente una esperanza hasta que ya no puede sostener ese impulso.

De hecho, en tus obras, casi siempre encontramos a individuos que deben hacer frente a lo que tú llamas “experiencias límite” y que finalmente logran salir adelante y continuar con sus vidas.

Sí, porque creo que en la experiencia límite es donde se decide quién es uno. Uno no muestra quién es en una vida normal. Uno muestra quién es en el riesgo, en la amenaza. Frente a la muerte uno define realmente quién es uno. Por eso los tiempos de guerra son épocas ideales para descubrir quiénes somos.

Siempre me ha interesado la manera en la que indagas en el mundo femenino. ¿Piensas que las mujeres suelen ser personajes más novelables que los hombres?

Bueno, yo he llegado a esa conclusión poco a poco. Pero una de las razones es que las mujeres tienen una vida interior muy compleja. En parte, porque al haber sido muchas veces reprimidas por sus padres, por sus maridos y sus hermanos, se guardan algunas emociones que van cultivando en su vida interior una realidad muy compleja. Los hombres muchas veces dicen lo que piensan o dicen que lo que sienten y no tienen ese tránsito entre el impulso y la expresión del impulso. Pero las mujeres muchas veces se esconden, se guardan, se ocultan, entonces eso hace que tengan un mundo interior muy complejo. Y eso es una de las razones por las que creo que me interesan como personajes. La otra es que creo que viven las relaciones más a fondo. Viven las relaciones de amistad, de amor, las relaciones de trabajo incluso, de una manera más intensa que los hombres que creo que estamos más encerrados en nosotros mismos.

Por otro lado, ¿cómo te documentas para escribir tus obras? ¿Es diferente para cada novela o hay unas constantes que cumples religiosamente?

Bueno, ahora he escrito una novela sobre La Perricholi. Me he documentado con todo lo que he podido, con todos los libros que he podido, he hablado con algunas personas, he ido a bibliotecas, he ido también al centro de Lima donde ella vivía. Pero hay que parar eso en algún momento porque la parte histórica no puede ahogar la historia misma, el relato mismo. Estamos hablando de novelas, no de libros de historia.

En tu vida has tomado más de una decisión difícil. Una de ellas fue tu decisión de abandonar una vida académica en los EEUU para volver al Perú en los ochenta, cuando el gobierno de Alan García. Y la otra es el haber dejado tu trabajo en El Dominical de El Comercio. ¿Por qué, en ambos casos?

No soy una persona muy valiente ni mucho menos, pero en ambos casos me parecía que era la única posibilidad de tener una cierta dignidad en tu vida haciendo algo que te llama, siguiendo una vocación, un compromiso. Claro, yo podía quedarme a vivir en un mundo tan confortable, tan cómodo y tan lleno de estímulos intelectuales como el mundo académico norteamericano. Pero un escritor no vive de la conformidad, ni vive del confort, ni vive de las cosas buenas del mundo. Un escritor vive de la aventura, del riesgo. Y si uno quiere escribir tiene que ir al lugar donde están las historias. Las historias están acá. Y lo mismo podría decir de mi trabajo en El Comercio. En algún momento decidí dejarlo todo, y todos mis amigos me dijeron que estaba loco, que cómo podía hacer eso, que cómo podía dejar un trabajo estable, cómodo, bien remunerado para no hacer nada más que escribir, que fue lo que hice en el año 2003. Pero felizmente mi mujer estuvo de acuerdo. Y otro que estuvo de acuerdo y que me animó a hacerlo fue Alfredo Bryce, a quien también agradezco mucho por eso. Así que decidí dejarlo todo, dedicarme solo a escribir. Teníamos dos hijos chicos que estaban en el colegio. Pero yo pensé que de algún modo lo podía hacer. Y en ese momento fue que escribí La hora azul, que fue publicada dos años después, en el 2005.

Además de la literatura y la enseñanza universitaria, también te has dedicado al periodismo. Para ti, ¿cuál es el papel o el compromiso del escritor con respecto a la realidad que lo rodea?

No hay ningún compromiso, entre comillas. Yo creo que un escritor escribe de lo que le importa, de lo que le interesa, de lo que lo motiva, de lo que lo conmueve. Y a mí me interesa todo lo que pasa acá. Me interesan los héroes anónimos. El Perú es un país lleno de héroes de los que nadie sabe nada. Por ejemplo ahora en San Juan de Lurigancho… está lleno de héroes que están de alguna manera, digamos, defendiendo su casa, defendiendo lo que tienen. Pero digamos que levantarse a las cinco de la mañana y tomar un microbús para llegar a tu trabajo a las ocho, o despertarse en alguna zona rural en la Sierra y caminar dos horas para llegar a tu colegio, son muestras de un heroísmo anónimo. Los periódicos y los historiadores no van a hablar de eso, pero los novelistas de algún modo se las pueden arreglar para recoger esas muestras de compromiso con la vida que tienen personas que nunca van a ser reconocidas por ello, pero que pueden a lo mejor aparecer en una novela.

He leído varios de tus artículos en La República y he notado que, por lo general, rehúyes los temas políticos. Hoy en día, hay una suerte de monopolio de lo político en el periodismo y la cultura tiene un lugar cada vez más secundario. ¿A qué atribuyes esa situación?

A mí me apasionan y me indignan los temas políticos. Me parece horrible que hayan sacado ahora al juez Concepción Carhuancho. Pero también creo que hay otras personas que pueden hacer artículos sobre ese tema mejor que yo. Y creo que la razón por la cual vivimos en un ostracismo moral, en un ostracismo cívico, muchas veces es la falta de educación y la falta de cultura cívica de la gente […] No es cuestión de meter preso a uno o a otro, sino que hay una cultura de la corrupción que hace que surjan figuras como Walter Ríos o como Hinostroza. Entonces, creo que escribir sobre temas que son más bien culturales y tienen que ver con aspectos educativos es una manera de contribuir a este tema. Y hace falta, porque además casi toda la prensa es política y fútbol.

Cuando nos encontramos el año pasado en el Hay Festival de Arequipa, Salman Rushdie dijo que una de las mayores virtudes de una ficción es que a pesar de ser una mentira, cuando se trata de una obra maestra, nos lleva a una gran verdad. ¿Qué te suscita esa idea? ¿Estás de acuerdo?

Sí, porque un novelista puede intuir una verdad que no está registrada, pero que está, digamos, latente en la vida. Hay una frase de Balzac que dice por eso que el novelista es el historiador de la vida privada de las naciones. Uno puede intuir algo que está más allá. No ocurrió, pero la intuición de la imaginación puede llevarte a una realidad más profunda que la que está registrada en otros medios.

Ha llegado el momento de hacerte una pregunta un poco injusta. Si viviéramos en el mundo de Fahrenheit 451 y tuvieras que salvar dos de tus novelas del fuego, ¿cuáles serían?

(Luego de una larga pausa). Bueno, salvaría La hora azul y alguna otra, que podría ser Grandes miradas o El susurro de la mujer ballena.

Finalmente, ya hablaste de la novela de La Perricholi. ¿Cuándo la veremos publicada?

La historia de La Perricholi saldrá en abril. Es una historia fascinante. El personaje de La Perricholi es extraordinario. Hay dos grandes personajes en la vida colonial. Son dos mujeres. Una es una santa, Santa Rosa, y la otra es una mujer mundana que es La Perricholi, y expresan lo que somos. Hay un tercer personaje interesante en la colonia que es San Martín de Porres […] Ella muere en el año 19, justo hace 200 años. Y apenas muere, Prosper Mérimée escribe una obra de teatro sobre ella. Un tiempo después Jean Renoir iba a hacer una película, La carroza de oro […] Thornton Wilder iba a ponerla en El puente de San Luis Rey. Es una peruana que muy rápidamente salta a la imaginación europea y mundial. Así que hay algo de ella que desafía el mundo con una insolencia y una sensualidad que se ha quedado con nosotros. Y siempre es un personaje que me fascinó, y, bueno, he tratado de entenderla. Pero lo importante no es entenderla. Lo importante es mirarla, seguirla, reconocer los latidos de su corazón, estar con ella. Eso es lo que creo que hace un escritor.