Aquella tarde de octubre en la ciudad de Oslo, una multitud impresionante de gente se aglomeraba en la entrada de un elegante hotel de lujo. Esperaban a un personaje muy importante y famoso. A pocas cuadras del hotel, un automóvil traía a tres monjitas vestidas con un extraño hábito blanco con ribetes azules. En realidad, más que un hábito parecía un sari hindú. El tráfico era infernal, pero ello no fue impedimento para que una de las monjitas se percatase de la gran multitud que esperaba en la entrada del hotel. Sin pensarlo dos veces le ordenó al chofer que pasara de largo y las dejara en la entrada de servicio del hotel que se encontraba en la parte trasera del inmenso edificio.
Fue así como las tres monjitas se bajaron del automóvil e ingresaron al hotel por las cocinas. Imagínense a los cocineros y ayudantes ver entrar entre las mesas con trastos, ollas, platos, braseros y hornillas candentes a una monjita pequeñita, de edad avanzada, casi una ancianita, pero de andar apresurado, seguida por otras dos monjitas, muchísimas más jóvenes que la primera, seguirla a paso veloz hasta encontrar la salida al lobby del hotel. El chef se quedó mudo al verlas pasar rápidamente y mas aún cuando la pequeñita le preguntó con toda amabilidad por el lobby. El chef le indicó la puerta pertinente y se quedó mudo, con la boca y ojos muy abiertos. Su ayudante le preguntó qué le sucedía, a lo que el chef le respondió: “O mucho me equivoco o… ¡acabamos de ver pasar a la Madre Teresa de Calcuta, recientemente ganadora del Premio Nobel de la Paz!”.
Luego ese chef se enteraría que cuando la madre paso por el lujoso comedor y vio las lujosas mesas ya puestas para la cena que se celebraría en su honor y para la cual, había ido a ese hotel, preguntó por cuanto dinero costaría esa cena. Cuando le respondieron que algunos cientos de miles de dólares, ordenó que se los donaran a los pobres, puesto que con esa cantidad de dinero miles de pobres podrían alimentarse. Y no se celebró la cena. Así era Madre Teresa, cuyo nombre de nacimiento era Agnes Gonxha Bojaxhiu.
Aún tenía fresco en su memoria la calurosa tarde unos meses antes en que, en medio de sus labores, recibió una llamada telefónica de un dignatario del gobierno que desde Delhi le dio la noticia: “Enhorabuena Madre, le han otorgado el Premio Nobel de la Paz…”. Y la citaban para que el 17 de octubre viajase a Oslo para que recibiese personalmente el premio de manos del Rey de Noruega. Madre Teresa se quedó muda. Sin darse cuenta de qué premio le estaban hablando, su cabeza estaba con los niños pobres y enfermos que tenía que atender en unos minutos y que la estaban esperando. Ahora alguien le hablaba de un importante premio, que tenía que ir personalmente a recibirlo y nada menos que a Noruega.
Ni modo, luego de consultarlo, puesto que para nada tenía ganas de viajar hasta Noruega para recibir un premio, decidió hacer el viajecito. Tenía mucho trabajo, los niños y los mas pobres entre los pobres no podían esperar. Pero, por otro lado, sabía que tenía que ir. “Todo sea por la gloria de Dios” le había dicho su amigo el padre párroco cuando se lo contó. De allí que, luego de unos preparativos a la carrera, viajó a Oslo con la Hermana Inés y la Hermana Gertrudis.
Al llegar al aeropuerto de Oslo, aquella pequeñita monja solo llevaba puesto su sari, una chompa azul abierta medio abotonada y su infaltable bolsón de tela sencilla con sus cosas más indispensables. El frío era espantoso por lo que un caballero le puso un grueso abrigo sobre los hombros para protegerla del frío. El Embajador de la India las llevó a las tres monjitas a su residencia particular, le presentó a algunas personalidades, pero Madre Teresa prefirió alojarse en un convento, como suele hacerlo cuando viaja. Las demás monjitas procuraron que no la asediaran periodistas y la dejaran rezar tranquila. Al día siguiente, al llegar a la ceremonia de la entrega del Premio Nobel, estaban presentes el Rey de Noruega Olaf V, los miembros del Parlamento, embajadores de muchas naciones, connotados intelectuales y científicos, entre otras tantas personalidades del mundo.
Cuando Madre Teresa recibe el premio y se acerca al podio para su discurso de agradecimiento, nadie imaginó que ese podio se convertiría en un púlpito y que y el inmenso ambiente en un templo, pues su discurso versó sobre la vida. Sin apuntes, notas o papeles ordenados, Madre Teresa hizo una señal de la cruz sobre sus labios y comenzó diciendo: “Lo acepto para la gloria de Dios y de su pueblo, el más pobre entre los pobres”. Luego comenzó hablando del amor y el respeto a la vida: “Quiero compartir una cosa con todos ustedes.
El gran destructor de la paz hoy es el crimen del niño inocente no nacido. Si una madre puede asesinar a su propio hijo en su seno ¿Qué impedirá que nos matemos unos a otros? En las escrituras esta escrito: ‘Aunque una madre se olvidase de su hijo, Yo no me olvidaré de ti. Te llevo gravado en la palma de mi mano’. Aunque una madre se olvidase de su hijo… pero hoy ¡Millones de niños no nacidos son asesinados! ¡Y no decimos nada!… nadie habla de los millones de pequeños, que han sido concebidos para la misma vida que tu y yo. La vida de Dios. Y no decimos nada. ¡No lo permitamos!”. Ante el rostro atónito y mudo de los ilustres asistentes, agregó lo siguiente: “Para mí las naciones que han legalizado el aborto son las naciones mas pobres. Tienen miedo de los pequeños, tiene miedo de los niños no nacidos. Y el niño debe morir porque no quieren alimentar un niño más. No quieren educar un niño más, el niño debe morir. Y aquí os pido, en el nombre de estos pequeños, porque fue un niño no nacido el que reconoció la presencia de Jesús, cuando María vino a visitar a su prima Isabel… en el momento en que María entró en la casa, el pequeño en el seno de su madre, exulto de alegría, ¡Reconoció al príncipe de la paz!”
Terminada la ceremonia, Madre Teresa se rehusó a asistir al banquete ceremonial ofrecido a los premiados y pidió que los fondos de 192 mil dólares se entregaran a los pobres de la India. Antes de regresar a Calcuta, Madre Teresa pasó por Roma. Al visitar al Papa, hoy San Juan Pablo II, éste le dijo: “Hable siempre así, Madre… Siempre”. Hoy se cumplen 39 años de aquél 17 de octubre de 1979, cuando una pequeñita monja recibió humildemente el Premio Nobel de la Paz y habló con valentía y coraje ante el mundo, defendiendo la vida, a los niños no nacidos y asesinados cobardemente.
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