Al inicio de la semana pasada escuché mientras almorzaba plácidamente a un conocido conductor de televisión de cabellos desordenados, poca sangre en la cara y carcajadas cachacientas soltar un frase que me sonó tan dura como real: —A nosotros no nos pagan para que demos el ejemplo.
Siempre he intentado ser -o parecer- el chico bueno, el que se persigna cada vez que pasa por delante de una iglesia, el que sonríe y dice buenos días, pero en realidad soy tan corriente como cualquier hijo de vecino (por no decir una grosería a tan cercanas líneas del inicio) y tan vulgar como un chico de reality. A mí tampoco me pagan para dar el ejemplo, me pagan (aunque no lo que quisiera) por contar historias y como le escuché decir a Fernando Ampuero en algún taller de redacción literaria: “Para escribir buenos relatos es preciso romper con cada uno de los diez mandamientos, aunque sea de manera ficcional”.
El sábado anterior tuve una fiesta a la que no había estado muy convencido de asistir por motivos que ameritan un libro entero. Pero siempre la curiosidad puede más que el amor propio y me animó la idea de vestir traje. Encontré una corbata adecuada y bien maricona, me arrimé un ron con cocacola y pedí mi taxi. Lo demás es una nube cargada de recuerdos, pero sin ganas de llover.
La mañana siguiente desperté asustado por una alarma fortísima que uso para no faltar a mi clase de Constitucional. ¿Qué coño le pasaba a mi celular? Era domingo, reparé ofuscadísimo y con unas ganas locas de romper ese aparato del demonio que mis amigos han bautizado “el zapatófono”.
—Hijitoooo—se escuchó a lo lejos un taladro maternalísimo que me removió los cesos por segunda vez—. ¿No tenías tu evento ese en Huamanga?
¿Huamanga? ¿Qué evento en Huamanga? Comenzé a sudar frío… Ni siquiera sabía donde estaba Huamanga… ¡¿Era eso acaso en Ayacucho?! ¿Qué cuernos tenía que hacer en Huamanga yo un domingo?
—Qué Huamanga ni qué ocho cuartos —rugí con una voz joaquinsabinesca y me cubrí la cabeza que no paraba de retumbar con una almohada que olía a loco.
Comenzé a creer que tan solo era un mal sueño, pero cuando me dispuse a continuar con mi hibernación dominguera, mi zapatófono volvió a sonar, esta vez era una llamada…
Tranquilo, mano, todo va a estar bien, seguro alguien ha marcado mal tu número o se le ha apretado por error. Como dice Pavón: Todo va a eshhhtar bien.
Decidí ignorar la llamada y entonces me di con la sorpresa de que podía leer a distancia lo que aparecía en la pantalla. Me desenvolí un poco de mi santo sudario y entré en razón: llevaba puestos mis lentes de contacto y ni una sola prenda más salvo unas medias negras de vestir.
—¡Ay, un poto calato! —se escuchó desde la puerta de mi habitación—. No veo, no veo… —intentó calmarme cantando como si le hablara a un Emi de cinco años.
—Te estaba diciendo que si no vas a ir a tu evento en Huanchaco… —agregó con voz risueña como si fuesen ya las doce del mediodía y llevase la ostia semanal en su organismo.
—Mamá… —volví a rugir—. ¿Se puede saber de qué está hablando?
—¡Lo de la Iglesia, hijito! No puedes fallarle al Padre Roberto, tu hermano se va a enojar después… y no vas a recibir la indulgencia plenaria porque no irás a ver al Papa Francisco a Guayaquil !!!
Mi madre siguió hablando, pero yo no podía oir nada más. La había cagado. Ahora recordaba un poco mejor… La noche anterior había prometido regresar temprano, porque a la mañana siguiente tendría que animar un evento en…
—Huachipa, mamá, Huachipa… —corregí mientras revisaba el whatsapp.
Como tres números desconocidos intentaban dar con mi paradero: “¿Ya llegas, Emilio?” / “Amigo, ya estamos saliendo.” / “Te esperamos allá, entonces”.
Entre tantos limeñismos postmodernos y migueldassianos, existe uno que siempre me ha parecido desabrido e inservible comparado con el cúmulo de expresiones que tenemos para demostrar sorpresa. Sin embargo, esa mañana lo sentí adecuado. En mi mente resonó: LA PÁLIDA.
Lo cierto es que llegué -aunque no tan temprano- al evento, animé toda la tarde y me mantuve concentrado en hacer que la gente se divierta. Fotos por aquí, sonrisas por allá… El problema vino después. A eso de las ocho de la noche regresé a casa y mi hermano me preguntó: —Y… tigrillo… ¿Qué tal la fiesta de anoche?
Me quedé mirándolo por un par de segundos y caí en la cuenta de que en mi memoria no había más que un par de imágenes borrosísimas del inicio y el fin de la noche. Lo primero que se me ocurrió hacer fue revisar mi celular para ver si encontraba material fotográfico o fílmico de evidencia… Tres fotos en contraluz, una con una vieja amiga actriz y un video grabado con mucho entusiasmo, pero poca precisión de un show circense que invadió en cierto momento la pista de baile. Lo miré con atención, duraba como seis minutos y por momentos grababa pies, gente conversando o la absoluta y eterna nada. Hacia el minuto cuatro, volteo el celular y me grabo a mí mismo, mientras canto la canción que suena a mi costado una linda chica me mira de reojo y se rie, está muy pegada a mí, ella tenía que saber algo, recordaba su rostro, recordaba haber conversado y bailado con ella, incluso recordaba su vestido negro, pero no podía escarbar más en mi memoria. Tenía la certeza de que aquella chica con nombre bíblico me ayudaría en algún momento a esclarecer todo. Y era soprendente poder recordar su nombre, mas no el momento exacto en que la había conocido. Entonces atiné a llamar a mi querida amiga de la escuela y ahora de la Facultad, Maria Fernanda Prado.
—Mari —la saludé apenas sentí su voz detrás de la línea—. Borré casette…
—Mongolito, estoy entrando al cine, te llamo luego… —me dijo con la voz más rasposa que de costumbre—. ¡Lo único que te digo es que estoy peor que tú!
Nunca me llamó, pasé la noche imaginando los múltiples escenarios de mi borrachera y al día siguiente me la encontré en clases.
—Hija, tienes que ayudarme, estoy preocupado, consternado, asustadísimo pensando en las barrabasadas de las que soy capaz. Tú sabes que puede ser muy caballero, pero también puedo comportarme como un real raquetero de azángaro. Ayúdame… —imploré.
—Emiliano —me miró fijamente como compadeciéndose de mí—. Solo sé que tú, Maletín, Maurice y yo hemos sido los últimos en irnos, Maurice no encontraba su celular y lo andabamos buscando por todos lados.
—¿Y yo? ¡¿Qué carajo hacía yo?! —intenté desesperado por última vez.
—Ay, tú comías postres y bocaditos, no querías irte. Hablabas tonterías, eso sí recuerdo, pero no es novedad…
Era el fin, yo no como postres nunca y mucho menos cuando tomo alcohol, pero lo que contaba Mafercita tenía que ser cierto, la mañana del domingo había encontrado varios pirotines de trufas en mi saco. Se me caía la cara de la verguenza. Recordaba la voz de mi señora madre diciéndome en los cumpleaños infantiles en los que me dejaba solo: “Es de mala educación ser el último en irte, llamas a tu papá a tiempo” o “No vayas por ahí embutiendote bocaditos que después te me empachas”. Frases que había interiorizado muy bien toda mi vida, pero que la noche de ese sábado había decidido ignorar por completo. Me desconocía, pero por lo menos las lagunas se comenzaban a drenarse en mi cabeza.
Sin embargo, de las cinco horas de fiesta yo tenía un vacío temporal de tres horas. ¿Qué tanto había hecho? Pronto lo descubriría.
El miércoles de esa misma semana de enormes interrogantes se llevó a cabo el coctél de lanzamiento de este diario digital que me acoge cada semana con enorme cariño y respeto. Las chicas guapas abundaban y era reconfortante verlas rodeando a mis brillantes compañeros de trabajo. Esa noche los abdominales combatientes no tenían ningún poder, esa noche las mentes relucían por su propia naturaleza. Mi madre conversaba animadamente con Madeleine Osterling sobre cosas de mamás, mis amigos brindaban ruborizados por el vino y, a lo lejos, un rostro se me hacía tremendamente familiar. Era ELLA. Claro, que era ella, la chica de nombre bíblico que me ayudaría a develar todas mis dudas.
La abordé cuando noté que ya se retiraba —¡Magdalena!
Me miró con sorpresa, como si no esperase verme tan pronto, pero con una sonrisa de reina en el rostro.
—Emilio —regaló una sonrisa—. ¿Qué tal?
—Bien, oye… ¿Tú que tal? —no tenía idea de cómo decirle que en mi mente el whisky había mojado los archivos.
—Todo bien, me divertí mucho el sábado —rio con picardía.
—¿Ah sí? —estaba cada vez más cerca—. Entonces tendrás que recordármelo un poco, hay cinco horas que simplemente se han ido.
Hizo con el rostro un gesto de magnanimidad y avisó al chofer con un mensaje de texto que demoraría unos cinco minutos más en salir.
—Bueno, de esas cinco horas tres las bailaste conmigo…
—¡Caramba, entonces no perdí el tiempo!
—Me has hecho reir mucho —agregó.
— Oh y ¿Cómo así?
—¿En verdad no recuerdas nada?
—No —le contesté avergonzado.
—¿Te acuerdas que había un mago?
—Sí, eso sí.
—Tú también asegurabas ser uno.
—Ah, ¿Sí?
Me miró como diciéndome prepárate y comenzó a contar todo: —Te guardaste un camarón en la manga del saco y luego de cinco minutos hiciste como si se lo sacaras de la oreja a un amigo. Nadie se dio cuenta excepto yo, y mi amigo no paraba de gritar aterrado, ha sido graciosísimo. ¡Ah! Y también desapareciste, osea tiraste al jardín, tu vaso de whisky, porque te dije que yo no tomaba y tú me dijiste que tampoco lo hacías. Nos hemos divertido mucho —sentenció alegremente y me indicó que ya tenía que irse.
Y así fue como al narrador le narraron sus propias aventuras. Mientras ella caminaba hacia la salida yo suspiraba aliviado. No había sido tan malo después de todo. Espero que si en algún momento les aparezco un camarón de la oreja me avisen al día siguiente para sufrir menos. Ahora me despido porque este avión ya aterriza en la calurosa Piura, lo que suceda aquí espero poder contarlo el próximo viernes si soy capaz de recordar algo. No siempre se tiene un ángel tan cerca para que te salve de las tinieblas del olvido y la resaca.