Cuando el General Manuel Odría en el año 1948 le dio un golpe de estado al entonces Presidente José Luis Bustamente y Rivero, Rafael de la Fuente Benavides –mejor conocido como “Martín Adán”- llegó a decir: “el Perú ha vuelto a la normalidad”. Efectivamente, si revisamos la historia de los regímenes políticos del Perú en alrededor de doscientos años, nos daremos cuenta que la democracia es una excepción, pues mayoritariamente hemos sido gobernados por militares, dictadores y caudillos civiles con aires de mesías.
En los procesos de mercado, la competencia se produce porque se garantiza una institucionalidad que genera los incentivos bajos los cuales los agentes económicos, por ganar clientes, reducen sus costos y mejoran la calidad a través de la innovación. Así, todos aspiran al monopolio. En otras palabras, todos sueñan con un escenario en el cual sean los únicos proveedores. Sin embargo, el monopolio mismo atrae a los competidores, incentivados por las altas ganancias del monopolista. Todo ello sin regulación estatal.
En el juego democrático peruano, todos quieren ser dictadores –o almenos muestran un tufillo autoritario-. Pero en vez de mejorar sus promesas electorales para ganar más votantes, se esmeran en eliminar del escenario político a los competidores por medio del establecimiento de reglas de juego que los favorezcan a ellos y perjudique al resto de actores políticos, o capturando las instituciones estatales que convierten en un mero instrumento de persecución hacia los rivales. Sin embargo, la propia dictadura atrae a la oposición.
A menudo nos quejamos de la calidad de nuestros políticos. Ello se debe a unas normas diseñadas para favorecer a quienes las confeccionan, la propia clase política, cuyo incentivo de mantenerse en el poder, minimiza el poder de decisión del ciudadano. Similar a los empresarios mercantilistas, preocupados más en obtener un reglamento que los beneficie antes que trasladar la elección a los consumidores. Al igual que los consumidores, que compran convencidos por la cajita feliz, los electores terminan votando por el taper.
La última semana hemos puesto a límite las instituciones que nuestro régimen constitucional prevé sobre las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. La cuestión de confianza planteada por el gobierno del Presidente Vizcarra a un Congreso de mayoría opositora fujimorista, y que finalmente fue aceptada por ésta, no asegura que a mediano o largo plazo se mantenga la gobernabilidad que demanda el país, para que los agentes económicos y los actores políticos compitan, respectivamente, por más clientes y votantes.
Todo parece indicar que se están cocinando las condiciones para que el Perú vuelva a la normalidad, en términos de Martín Adán. Son precisamente los ánimos exacerbados los que alimentan las posturas antisistema y radicales, y terminan instalando caudillos y dictadores en palacio, que tanto daño le han hecho al país. Por ello, los actores políticos deben tener en cuenta que, sea cual fuere el rol que el electorado les haya confiado (gobierno ejecutivo o parlamento fiscalizador), deben ejercerlo con mesura y ponderación.
Toda esta tradición mercantilista, caudillista, mesiánica y autoritaria, cuyo corolario son las dictaduras, no es gratuita sino que se remonta a los orígenes republicanos. Nuestra institucionalidad presidencialista está diseñada para que quien gobierne lo haga haciendo sentir su autoridad o, en el extremo, bajo el esquema autoritario –y hasta autocrático-, en ausencia de ciudadanos empoderados. PPK quiso ser conciliador, y por ello fue expectorado con bajos niveles de aprobación. Vizcarra lo ha entendido, y quizás dure más en el cargo.
Una democracia se construye con ciudadanos. Y eso es lo que en el Perú los políticos –o almenos un sector- no quieren que haya. Por ello le temen al referéndum y a las reformas políticas que reduzcan su protagonismo. Sin embargo, la verdadera reforma atraviesa por sentar las bases de una auténtica república, centrándose en empoderar a los individuos con derechos de propiedad privada, para así limitar el poder de decisión de los políticos en resguardo del estado de derecho.
Lucidez no necesariamente comparte las opiniones presentadas por sus columnistas, sin embargo respeta y defiende su derecho a presentarlas.