Cuando estaba en el colegio, una profesora puso un video de Al Gore hablando sobre el calentamiento global. No recordaría el hecho de no ser porque la profesora creyó conveniente resaltar que Gore había perdido la elección presidencial americana del año 2000 contra George W. Bush. ¿Cómo podían los estadounidenses haber escogido a un tipo como Bush, en lugar de aquel otro “más preparado y preocupado por algo que de verdad importa”, ese que no hubiera retirado a su país del Protocolo de Kioto? El comentario se mantuvo vivo en mi memoria porque iba de la mano con la imagen estereotipada del americano absurdo que come hamburguesas hasta ponerse obeso y no sabe ni le importa nada. Fue después de unos años que noté que lo absurdo, en realidad, era haber tenido que escuchar ese comentario político en una clase de ciencias.
Y es que a veces las ciencias olvidan cuáles son sus límites y pretenden ir más allá. Pienso, por ejemplo, en el Dr. Elmer Huerta, cuando escribe que es posible que la violación sexual de una mujer por parte de un hombre termine en un embarazo, a propósito de lo cual señala como corolario (consecuencia lógica) que el aborto debe ser despenalizado[1]. O sea, resulta que está científicamente comprobado que se debe despenalizar el aborto. ¡De locos! ¿Llegará el día en que la ciencia demuestre que se debe eliminar el voto preferencial, que debe haber medio pasaje para los universitarios o que no debe haber reelección presidencial?
Es claro que la ciencia no nos dirá nada sobre esos temas, pues son cuestiones que están del otro lado de la cancha, donde juegan la política, la filosofía, el Derecho. Es por eso que al criticar el rechazo del Protocolo de Kioto por parte del Congreso de Estados Unidos y el posterior retiro de aquel país, durante el gobierno de Bush, poco importa lo que diga la ciencia sobre el calentamiento global. Ahora, es cierto que muchos republicanos buscan colocar sus posturas políticas bajo el amparo del cada vez más alicaído escepticismo ambiental, pero eso tiene una explicación. En vez de llevar una bola de nieve a una sesión para demostrar que no hay un calentamiento global, el senador republicano James Inhofe podría conceder que el fenómeno es real, pero que le importa un rábano. Después de todo, del que haya una crisis ambiental no se sigue que debamos hacer algo al respecto. ¿Por qué no lo hacen?
La razón es que este tema tiene a los conservadores americanos en una encrucijada. Por ejemplo, si se oponen a las operaciones de cambio de sexo porque es inmoral que un médico esté legalmente autorizado a mutilar órganos saludables, ¿cómo van a apoyar políticas que destruyen unos ecosistemas que les son anteriores, ecosistemas que, desde una perspectiva cristiana, les han sido dados por Dios tanto como el propio cuerpo? Sería contradictorio. Por eso intentan escapar del problema, negando el cambio climático o su relación con la acción humana, como hace Jeb Bush. Pero no pueden librarse. Aunque no hubiera calentamiento global, no podrán seguir cerrando los ojos ante la basura en el mar, los derrames de petróleo, la tala indiscriminada, la minería ilegal y otros problemas ambientales que no tienen que ver con el efecto invernadero. Tendrán que escoger: o dejan de apoyar políticas y corrientes culturales que destruyen el medio ambiente o abandonan su defensa de un orden natural que debe ser respetado por el hombre.
Es una encrucijada en la que la Iglesia Católica ya tomó una dirección y no es cosa solo del Papa Francisco. En su visita a Alemania del año 2011, Benedicto XVI se refirió a los movimientos ambientalistas como ejemplo de que el hombre no puede terminar de rebelarse contra la idea de un orden natural, por más que la cultura occidental haya empujado mucho en ese sentido desde fines del siglo pasado. Incluso se ha llegado a afirmar que la dignidad misma del ser humano radica en poder revelarse contra la naturaleza. Lo curioso es que quienes favorecen políticas sociales con esa idea de premisa, suelen ser quienes andan preocupadísimos por cuidar el medio ambiente. Es decir, los progresistas también tienen una decisión que tomar: o renuncian a absolutizar la voluntad individual del hombre que se hace a sí mismo o abandonan la idea de que hay una obligación moral con el orden natural de este mundo.
Hace meses, la PUCP organizó un coloquio sobre la encíclica Laudato si’ de cara a la ya culminada COP21. Ninguno de los expositores, entre los que había una representante de la FEPUC, comentó lo que dice el documento contra el aborto y la aceptación del cuerpo en su masculinidad y feminidad, como parte de una “ecología humana”. Ninguno, ni siquiera los dos religiosos del panel, se molestó en señalar la relación con el resto del magisterio eclesial, con el discurso de Benedicto XVI (que está citado en las notas al pie) o con el concepto de Ley Natural, ni siquiera para criticarlo. Y claro que esto es relevante porque la encíclica trata de una cuestión eminentemente moral y asume una postura de conservación. Son los otros “conservadores” quienes ahora tienen que decidir si son consecuentes, mientras los progresistas tendrán que decidir si aceptan que hay algo que debemos respetar más allá de la voluntad individual.
[1] HUERTA, Elmer. El embarazo después de una violación. El Comercio, 15 de junio de 2015.