Constelación Eielsoniana

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Podría decir que todo empezó en setiembre, pero en realidad fue solo el momento en que me percaté de estar atrapada en un mundo de redes, nudos y constelaciones antiquísimas. Galaxias enteras habían estado girando a mi alrededor  arrastradas por un vórtice que las hacia ganar velocidad y girar en espiral.

La noche del martes 16 de setiembre de 2014, en el auditorio del teatro Británico, me enamoré al primer roce de un ritual multidimensional. Los platillos vibraron en sonoras ondas bajo los dedos del célebre jazzista inglés Martin Joseph, produciendo un rumor corto,  suficientemente estruendoso para crear un vacío, un salto en seco, al darle paso al silencio milagroso que precedería ese conjuro, esas palabras exquisitas, demasiado evanescentes como para encerrarlas en su dimensión lingüística. La voz viril y acompasada del poeta Luis La Hoz parecía elevarse desde la mismísima tumba del dios, del artista en todas sus fases y a quien debo los estados de trance más exquisitos en los que me he dejado arrastrar jamás.

Jorge Eduardo Eielson, un artista en el sentido total de lo que aquellos laureles significan, consiguió atravesar esa barrera ectoplásmica que separa una fiesta de otra (“no solo la vida sino también la muerte es una fiesta”) para descorporeizarme y apartarme de las leyes de espacio y tiempo que limitan la existencia a un momento y a un lugar. Con Eielson se está en el todo y en la nada en un mismo fragmento, en un instante que no acaba nunca; pues las idas y venidas a este reino atemporal se convierten en simples hilos, en los nudos y en la red misma. Reconozco que he podido experimentar esta sensación anteriormente –el sentirse omnipresente y ausente, el ser el cosmos y a la vez no ser nada– pero nunca nadie ha logrado arrastrarme con tanta facilidad y tino como lo hace Eielson.

Fue tan espontáneo nuestro primer encuentro que ni siquiera tuve esperanzas de volver a cruzarnos. Un día de impulsos,   decidí ir a buscarlo al Virrey. Para ese entonces, no conocía más que su apellido y su voz. Pregunté por él, pero se había marchado sin dejar teléfonos o direcciones. Eielson no estaba en ninguna parte.

Cuando estaba a punto de resignarme a la idea de que no había sido más que un encuentro fugaz, tropecé con una carátula de cartulina crema. En tinta azul, la coronaba el título “STACATTOS”  de Alejandro Susti. Lo contemplé hasta que la textura de las ínfimas ondulaciones de la portada se hizo irresistible al tacto. No era de Eielson, así que pensé en dejarlo, pero una fuerza extraña me controlaba y me atraía y me acercaba y… ¿O solo quería comprarlo porque la portada era bonita? De cualquier forma, quedé fascinada con los textos de Susti, con los dibujos que hace con las palabras, pero sobretodo con sus imágenes. Cuando me preguntan de qué  trata Stacattos, siempre  digo que es como un álbum fotográfico. Aunque en términos más objetivos es un conjunto de micro-relatos escritos en una fina prosa poética. En la última página del libro, junto con los detalles de impresión hallé finalmente la pista para atar esta nueva estrella a la constelación Eielsoniana. “La edición cumplió su tránsito (…), durante los primeros días de setiembre de 2014, año del nonagésimo aniversario de los natalicios de Jorge Eduardo Eielson y Sebastián Salazar Bondy.” Fue un hallazgo enternecedor y de alguna forma místico. Pero estaba buscando algo más que ternura.

Acercándose los exámenes finales, me interné en la biblioteca de la universidad en busca de lecturas sobre Rimbaud para el curso de Literatura Clásica. La mayoría de los libros que buscaba se encontraban en el tercer piso de la Biblioteca Central en la sección de Literatura. Solo un par de ellos, al parecer artículos, aguardaban en la hemeroteca del segundo sótano. Este parecía un cuarto aislado del resto del edificio. No había estantes a la mano sino simplemente mesas enceradas con un silencio sepulcral y un largo counter  de madera. Le entregué casi en secreto el código del texto que buscaba al bibliotecario. Tanteó un poco sus pasos y se aproximó a una de las tantas llaves de caja fuerte (o al menos eso parecían ser) y la giró hasta que la sólida pared metálica se dividió, dejando entrever su contenido: centenares de revistas encuadernadas hasta el fondo del pasillo que acababa de nacer. Regresó con una reliquia bajo el brazo y me la entregó. “Las Moradas”  1947, vol.1 no. 2. Apenas chequeé el índice y el comité de redacción, se me anudó el pulmón. Ese día me enamoré un poco más de Eielson, pero también de las coincidencias y de las conexiones inevitables que trascienden generaciones familiares.

Sin embargo, no fue hasta diciembre que pude finalmente hallar un Eielson propio. Ayudando a registrar los más de ocho mil libros de la biblioteca de mi abuelo, topé casi sin querer con dos hermosos ejemplares de mi anhelado guía espiritual. Una edición del Instituto Nacional de Cultura de 1976,  tapa dura forrada en cuerina y el lomo de la época rezando Jorge Eduardo Eielson – Poesía escrita. El otro, una edición de la PUCP, de mayores proporciones y frescura: “n u / d o homenaje a j.e. Eielson” del 2002. Desde entonces me hundo cada vez más en una espesa atmósfera sin gravedad, en una dimensión vacía pero repleta de espejos triangulares punzocortantes que se deshacen de mi ropa y del resto de mi cuerpo.

“me pregunto

Si verdaderamente

tengo manos

si realmente poseo

una cabeza y dos pies

y no tan sólo guantes

y zapatos y sombrero

y porqué me siento

tan puro

más puro todavía

y más próximo a la muerte

cuando me quito los guantes

el sombrero y los zapatos

como si me quitara las manos

la cabeza y los pies.”

 

(vía veneto – habitación en Roma, 1951-1954)