La semana pasada narré mi segunda experiencia en París, pero debo confesar que la primera vez que visité París –y Europa de paso- fue verdaderamente toda una odisea. Vale la pena recordarlo. Era el mes de octubre de 1978, año de muchos cambios en la Europa de aquél entonces: España muy revuelta, se preparaba para aprobar su nueva Constitución con el presidente Adolfo Suárez; Francia con el presidente Giscard D’Estaing sufría diversas reformas y en el Vaticano la muerte de Pablo VI y la reciente elección de Juan Pablo I hacía ingresar un poco de aire fresco en la Iglesia Católica. ¿Qué cómo llegué a Europa? Pues porque mi madre había presentado unos meses antes, su primera exposición individual de sus oleos en la Galería de Petroperú en Lima, y había vendido exitosamente todos sus cuadros, y -¡Oh maravilla!- no se le ocurrió mejor cosa que invitarnos a mis dos hermanos y a mí a nuestro primer viaje a Europa. Nos ofreció conocer bien dos países: Francia y España. No quería esos viajes turísticos típicos en que en un par de semanas te embutes ocho países y cincuenta ciudades, luego de lo cual tienes una ensalada en la cabeza y no te acuerdas de nada. Primero visitaríamos Francia y luego España. De otro lado, a mi padre se le ocurrió la increíble idea de enviarnos a París por una ruta mucho más barata, exótica y “cómoda”: ¡A través de la selva amazónica!
De allí que una mañana de principios de finales de setiembre de 1978, salimos muy cargados de unas pesadas maletas repletas de ropa de invierno, mi madre, mis dos hermanos menores y yo, en la famosa línea aérea peruana Faucett… ¡Rumbo a París! ¿Cómo es eso? Pues muy sencillo. El avioncito de Faucett salió de Lima y aterrizó primero en Tarapoto y de allí paramos en Iquitos. Allí estuvimos unas horas en las que un amigo de mi padre nos paseó un poco por diversas partes de Iquitos mientras literalmente nos sancochábamos con los 45 grados del horroroso calor que allí hacía. ¡Ya quiero el frio de París clamaba! De allí tomamos otro avión de la línea aérea brasileña Cruzeiro, el cual, luego de aterrizar en una decena de humildes pueblitos y aldeas brasileñas, nos dejó en la ciudad de Manaos, en medio de la selva amazónica. Allí tuvimos que pasar una noche, la cual aprovechamos para visitar el famoso y hermoso teatro de la ópera de Manaos, reliquia de la época del caucho y que no tiene nada que envidiar a los mejores teatros de ópera del mundo, aunque parezca mentira. Recuerdo que algunos brasileños, al enterarse por nuestro acento que éramos peruanos, se enfurecían recordándonos que por culpa del 6-0 de Perú con Argentina, su selección no fue campeona en el Mundial de Futbol de Argentina 78. ¡Qué vergüenza recordarlo!
Al día siguiente tomamos el jumbo de Air France, en primera clase –gracias a una cortesía del gerente de dicha aerolínea, gran amigo de mi padre- y salimos rumbo… ¡A Cayena, en la Guayana Francesa! ¿Qué diablos íbamos a hacer allí? ¿Buscar a Papillon, a Dreyfuss o algún otro preso francés? Bueno, no era para angustiarse, sólo fue una parada breve. Allí comenzó un largo y maravilloso vuelo en primera hacia Paris. A mis 18 añitos y mis hermanitos de 16 y 14, lo único que queríamos era ver francesas, fumar cigarrillos de verdad –pues en el Perú de entonces, sólo fumábamos Premier, Kent, Ducal y alguno que otro yerbajo más de por allí. No habían importaciones por lo que todo lo importado era un placer de dioses. Luego de varias agotadoras horas, llegamos exhaustos al aeropuerto Charles de Gaulle de París, repletos de filet mignon, pate fois y varios litros de excelente champagne francés.
Allí comenzó lo bueno. Medio dormidos, cansados, embotados de comida, cargados de maletas y siendo cuatro personas, nos indicaron que no podíamos ir todos en un taxi sino en dos. ¡En fin! Mi madre entre su inglés y su ralo francés, le explicó a los taxistas la dirección de la “meson” a la que nos dirigíamos. Un amigo francés de mi padre, Jean Louis, nos alojaría en su casa, así que para allí partimos. Eran como las 8 de la mañana. Los taxis nos llevaron hasta el barrio de Asniers, al norte de Paris, a la calle Rue du Bac. Era una típica casa de ensueño parisina de tres pisos, con jardín, reja y todo lo demás. Parecía sacada de una película de Disney. Debía de tratarse de una familia de mucho dinero. Nos abrió una doncella –entiéndase “empleada del hogar” versión francesa- toda elegante con su uniforme, mirándonos con los ojos abiertos como platos, a una señora medio despeinada y ojerosa de cansancio, y a tres muchachones peruanos con caras trasnochadas, metiéndose a la casa y preguntando por el tal Jean Louis. “Monsieur Jean Louis ce n´est pas ici”. ¿Qué diablos dijo la francesita? Luego corrió aterrorizada a un teléfono e hizo varias llamadas. ¡Qué pinta tendríamos! Esperamos en la sala de la casa. A la media hora apareció un señor que a mí me recordó al famoso director de cine francés Francois Truffeat, el cual nos saludó a todos en muy buen español, explicándonos que nos esperaba para el día siguiente. ¡Cosas del cambio de horarios! Al poco rato llegó su esposa Gigi con su hija Veronique, de 19 años, ante la cual mis hermanos y yo sonreímos coquetamente con mucha amabilidad. ¡La cosa mejoraba! Nos llevaron a nuestras habitaciones. ¡La mía tenía un hermoso piano Pleyel de cuarto de cola! ¡Qué maravilla! Una vez instalados y presentados, a la inquieta de mi madre no se le ocurrió mejor cosa que –sin descanso previo- sacarnos a caminar por Paris. Para llegar al centro teníamos que tomar un tren de 5 minutos, el cual nos dejaba en la Gare Saint Lazare, en pleno centro.
Luego de trajinar por cuantas plazas y boulevard habían y encontrándonos en el famoso barrio de Montmartre, al lado de la Iglesia del Sacre Coeur, mi madre nos preguntó si queríamos ver bailar el auténtico can-can parisino, a lo cual respondimos en coro que sí. Entonces resolvió llevarnos primero al famoso “Folies Beryere” y otro día al “Moulin Rouge” y, antes de regresar a Lima, al “Lido”. Cuando llegamos a la boletería del Folies, mi madre pidió cuatro entradas para el día siguiente, pero -pequeño error de pronunciación- ¡Se las dieron para esa misma noche! ¡Cuando más agotados estábamos, sin dormir dos noches por el vuelo, cambios de horarios, etc.! No nos quedó otra. Así que de un momento a otro nos encontramos cómodamente sentados en nuestros asientos, con la sala repleta de gente, con sendas copas de champagne en la mano, aprestándonos a ver el famoso can-can francés. Al comenzar el espectáculo, aparecieron en el escenario decenas de hermosas mujeres, todas emplumadas en ligeros trajes de lentejuelas y plateados, cantando y bailando, cosa que nos despejó un poco del terrible sueño que nos estaba comenzando a invadir. A los pocos minutos –sería por el calor de la sala, la corriente del Niño o vaya uno a saber por qué- a estas hermosas damiselas no se les ocurrió mejor cosa que quitarse la parte de arriba de su trajecito, con lo cual quedaron a la intemperie y en toda su plenitud, sus hermosos senos franceses. ¡”Vive la France”! proclamamos en coro mis hermanos y yo. Al voltear a ver a mi madre, ella dormía ya, plácidamente en su asiento. Mejor, menos roches. Pero el espectáculo recién comenzaba. Luego de varias canciones, bailes, humo de hielo seco y otros efectos más, aparecieron las chicas del can-can. ¡Como salidas de un cuadro de Tolousse-Lautrec! La orquesta atacó con el “Gaité Parisienne” de Offenbach a todo volumen y las chicas levantaron las piernas hasta la altura de sus cabezas, que era para quedar lelo de asombro. Sin embargo, para mala suerte, el sueño que nos atormentaba a mis hermanos y a mi comenzó a dominarnos cada vez más. Primero cayó mi hermano menor y luego mi hermano Lalo. Mi madre, dicho sea de paso, seca como un tronco, empezó a emitir unos terroríficos ronquidos guturales que comenzaron a molestar al respetable público presente. Algunos franceses del público, incluyendo el acomodador, se acercaron a nosotros preguntándome –al vernos dormidos- si estábamos enfermos o teníamos algún problema de salud, pues no se explicaban como podíamos dormirnos… ¡Ante tremendo espectáculo! Inclusive un médico se acercó muy preocupado pues no entendía como dormíamos mientras las chicas, ligeras de ropas, bailaban y cantaban. Por más que traté de explicarles en inglés, español, quechua y con señas, lo cansados que estábamos luego de nuestro viajecito, no me entendieron. El asunto es que ante tal bochorno, desperté a mis hermanos y a mi madre, cuyos ronquidos competían ya con el ruido de la orquesta, y nuevamente en dos taxis regresamos a la casa de Jean Louis, más zombies que vivos, en busca de una cama donde dormir.
Esa fue nuestra primera noche en París, entre el champagne y el can-can; con la alegría de la ciudad luz, de su música maravillosa y bajo la sombra de la Torre Eiffel. Fue la primera noche parisina que estos humildes muchachones peruanos, acompañados de su madre, tuvieron la oportunidad de ver. Definitivamente, ¡Paris era una fiesta! Pues al día siguiente, luego de dormir hasta pasado el mediodía, y ante el asombro y la pregunta de Jean Louis de “¿Dónde diablos se metieron anoche?”, al recordar el champagne, las hermosas chicas y el can-can, sólo pudimos responder en coro con un simple: “¡Vive la France, Oh la-la!”…