En estas épocas del año en que los colegios inician clases, es inevitable: siempre se me viene a la cabeza mi tan especial primer día de clases. Para mí –y no sé si para muchos- el primer día de clases constituye una fecha traumática digna del análisis de los mejores sicólogos, por las razones que paso a narrar a continuación. Desde que nací –y conste que nací en una clínica en Miraflores- y hasta los siete años de edad, viví en Chorrillos, en una casa ubicada al pie del mar, frente al malecón. Mi padre, ilustre exalumno del colegio Inmaculada de los jesuitas, me matriculó en el kindergarten de dicho colegio. El pequeño detalle que no me dijo, es que el colegio quedaba en Monterrico, que en aquellos años era como decir “a donde el diablo perdió el poncho”, esto es, a extramuros de la ciudad. Para llegar a esos lejanos parajes, el colegio ofrecía el servicio de sus denominadas “góndolas”, esto es, un ómnibus o bus –color amarillo para variar- que te llevaban hasta el colegio. Para un niño de seis añitos, constituía todo un viaje bastante aterrador, que tu madre te dejara en el paradero por donde pasaba la famosa góndola, esperar a que pasara, subir en dicha góndola y a ver a donde te lleva. En mi caso, mi madre me llevó al paradero en la esquina de Olaya con Malecón Iglesias, a esperar el bendito bus. Siempre fui algo nerviosito por lo que mi estómago ante situaciones extremas, comenzaba a pedir baño a gritos. Por suerte, uno de los niños que también esperaba la góndola, me prestó el baño de su casa que estaba allí no más cerquita.
Por fin apareció la góndola, toda amarilla ella, y mi madre me despidió con un beso. Comenzaba la aventura. Me senté junto a una de las ventanillas y a ver a dónde diablos me llevaba. Este hecho de estar solo por primera vez en mi vida, lejos de mis padres y del hogar, para un niño es algo traumático e inolvidable por lo que o te espabilas y afrontas la situación con decisión o simplemente buscas el primer puente para arrojarte (Nota: el puente Villena en Miraflores, el de los suicidas, aún no se había construido en esos años). Luego de unos diez minutos de trayecto, salimos de la ciudad y apareció el campo, las chacras –Lima era más chica y casi no había tráfico- y finalmente, el Colegio de la Inmaculada. Allí comenzó lo bueno. Yo iba vestido con mi uniforme azul, camisa blanca, cuello postizo almidonado hasta el extremo –mismo cartón- corbatita, saco azul tipo bléiser y pantaloncitos cortos azules. Era todo un azulejo de lo azul que estaba. Adicionalmente tenía un sombrerito con visera. Todo esto constituía el uniforme del colegio en aquellos años. Llevaba una maletita marrón de cuero con mis libros, lápices y cuadernos, y nada más. La tragedia comenzó cuando una vez bajado del autobús, nadie me recibió en el colegio ni me dijo a donde ir. En eso pude apreciar que unos muchachos, un poco más grandes que yo, formaban fila. Me puse con ellos en la fila. Al parecer todo iba bien hasta que alguien me levantó en peso, diciéndome que yo no pertenecía a esa fila ¡Pues era la de quinto de media!, sino pertenecía al kindergarten. Desgraciadamente, esta persona al sacarme de la fila, dejó mi maletita en el suelo. Nunca más volví a ver mi maletita ni mis libros.
Finalmente me metieron en un salón de clases. Apareció una “miss” que nos dijo que nos sacáramos las gorritas y las pusiéramos dentro de la carpeta. Luego ordenó a toda la clase que nos sacáramos los saquitos azules y nos pusiéramos unos overoles verdes claros. Me estaba poniendo el bendito overol cuando entró una monja y le dijo a la miss, señalándome, que yo no era de ese salón. La monja me sacó en peso y me llevó a otro salón. Allí quedó mi gorrita y mi saquito azul. Nunca más volví a verlos.
En el nuevo salón, me recibió la miss Evita, toda linda ella, me sentó en una carpeta y toda la mañana nos dio instrucciones y nos habló del colegio y lo maravilloso que era la vida escolar. En eso llegó la hora del almuerzo. Yo no había llevado lonchera porque mi madre me inscribió en el comedor. Maldita la hora en que acabé en el comedor. Me llevaron a un comedor grande y me sentaron en una mesa. Lo primero que veo en mi sitio es un vaso de plástico lleno de blanca leche y con harta nata. Allí comenzó mi peor pesadilla – como diría Rambo años más tarde- pues detestaba la lecha pura y la nata me daba nauseas. Cuando nos sirvieron la comida, comenzó el drama pues las náuseas de ver la leche con nata –que no había tomado ni tomaría- iban en aumento, hasta que no aguantando más, arrojé todo lo que pude -entiéndase vomité- ante la cara de pánico y terror de los demás niños, incluyendo a la monja que nos cuidaba. Minutos más tarde aparecía la monjita con una escoba y un poco de aserrín. Muy eficiente ella, dejó todo limpio. En cuanto a mi persona, me metieron en un aula hasta la hora de salida. La monjita personalmente me subió a la famosa góndola amarilla toda, y me despachó hasta el día siguiente.
La góndola me dejó en mi paradero en Chorrillos, en donde mi madre me esperaba ansiosa e ilusionada –como todas las madres esperan a sus hijos- para que le cuente mi primer día de clases. Recuerdo la cara de terror que puso mi madre cuando me vio bajar con un overol verde claro, sin maletín, sin libros, sin saquito azul ni gorrita azul y medio vomitado. Sólo atiné a saludarla y a contarle todo lo que me había pasado y que no sabía nada de mis libros, maleta y el resto del uniforme. Así fue mi primer día de clases un primero de abril de 1966, pues las clases comenzaban como Dios manda, el 1 de abril y no como ahora que los hacen ir a los niños con un calor infernal desde principios de marzo.
Por último, debo mencionar que durante todo el año escolar, continué vomitando puntualmente cada día a la hora de almuerzo cada vez que veía en mi sitio del comedor, la blanca leche, tibia y con nata flotando. La monjita toda ella también de azul y tapada hasta el copete, cada vez que me veía entrar al comedor, me esperaba amorosamente y con harta resignación, con la escoba en una mano y en la otra un poco de aserrín en una bolsita. Para no faltar a la verdad, debo mencionar que existieron algunos días del año en que no vomitaba a la hora de almuerzo. Esto sucedía milagrosamente cada vez que mi madre, antes de salir a tomar la góndola, se le ocurría hacerme “magia”, haciéndome unos “pases mágicos” en mi barriguita. Llámenle sugestión o milagro de algún santo estomacal, pero doy fe que ese día misteriosamente no vomitaba. ¡Cosas de la magia! Así fue mi primer día de clases. Un día traumático para nunca olvidar y que esperaba que nunca más se repitiese, pero… A modo de epílogo: Una vez transcurrido el año escolar, y luego de hacer unos cuantos buenos amigos, a mis padres no se les ocurrió mejor idea que… ¡Cambiarme de colegio! Por lo que el siguiente año tuve que sufrir otro “primer día traumático de clases”, pues mis padres me pasaron al Colegio Carmelitas de San Antonio, en Miraflores. Pero esa historia se las cuento… en otra ocasión.