Recuerdo que cuando era niño –y de eso no hace mucho- la semana santa –además de unos estupendos días de vacaciones sin colegio- era sinónimo de recogimiento, de un tiempo de meditación e introspección, de un alto en la vida de muchos a fin de reencontrarle el sentido a sus vidas, si es que algún sentido tenían. El jueves santo mi madre salía con sus amigas y con sus mejores trajes con velo incluido, a visitar los “monumentos”. Cuando me contó eso, me rompía los sesos pensando qué tenían que ver con la semana santa, el monumento a San Martín, el del Parque Salazar o la cabeza de Kennedy en el centro de Miraflores. Ante mi pregunta, mi madre me explicó que en todas las iglesias de Lima, luego de una misa especial por el jueves santo, en donde se conmemora la última cena y el sacerdote lava los pies a doce personas escogidas de la parroquia en recuerdo del acto de humildad efectuado por el mismo Cristo, se deja al Santísimo en un lugar en alto, esto es, en un “monumento” muy hermoso, lleno de flores y otros adornos, para la adoración de los fieles. Efectivamente, una semana santa mi madre me llevó a visitar los “monumentos”. El pequeño detalle que no me dijo fue que teníamos que visitar siete Iglesias –ergo, siete monumentos- en recuerdo de las siete palabras de Cristo en la cruz. En esta faena acudían cientos de personas. Se rezaba ante cada monumento una “visita al Santísimo”, esto es, tres “padre nuestros”, tres “ave Marías” y tres “glorias” y listo, al siguiente monumento. Alguna vez, ya por el cuarto o quinto monumento, mi madre y sus amigas se cansaban de tanto trote y aplicaban un “truquito” a fin de cumplir con la costumbre de las siete visitas: entraban y salían de la misma Iglesia las veces que les faltaban para cumplir con la costumbre. Si te faltaban tres visitas, entrabas, rezabas, salías y volvías a entrar tres veces. Muchos hacían eso para mi gracia y asombro.
Pero lo mejor era el Viernes Santo. Desde temprano se cocinaba –para mi tortura- el famoso bacalao con garbanzos. Digo yo, ¿Qué culpa tienen los bacalaos para que sean devorados en semana santa, así como los pavos en navidad? Siempre detesté este pescadito pero dale con prepararlo todos los años. Mi madre me explicó que este día se vivía el ayuno y la abstinencia. Ayuno comiendo poco como un sacrificio por Dios y la abstinencia de carne de res o pollo. Entonces, me rompía el seso, no entendía el ¿Por qué, si la idea era hacer un sacrificio por Cristo, todo el mundo organizaba unas comilonas del pescado de marras, en donde los banquetes del emperador Augusto eran un pobre desayuno franciscano? Vaya uno a saber. Lo mejor del caso era que antes de la comilona, mi padre y mis abuelos se sentaban ante el televisor a escuchar –más que ver- el “Sermón de las tres horas” con el Reverendo padre Salvador Tito Otero. ¡Nada menos que tres horas! La verdad que no entendía nada. ¿Se trataba de alguna mortificación o sacrificio por semana santa ideado por algún piadoso sacristán? Me impresionaba la seriedad y compulsión de los rostros adustos de mis abuelos y en especial el de mi padre. Bueno, muy bien pero… ¿Y a qué hora almorzamos? Siempre me moría de hambre y tenía que esperar con mis hermanos a que terminara el extendidísimo sermón. Lo peor de todo era que en la mayoría de casos, junto con las palabras del sermón, se escuchaban los piadosísimos ronquidos de mis abuelos y padre incluido. ¡En fin! Ya bien entrada la tarde y con un hambre que mataba al primer bacalao que se me cruzara, almorzábamos todos en la gran mesa comentando lo hermoso y profundo del sermón de las tres horas, sin mencionar nadie los ronquidos con el que concluyera dicho sermón. Luego de almorzar, la mayoría se “recogía”… no en oración… sino en una profunda siesta como para digerir las toneladas métricas del bendito bacalao ingerido. ¡Deberían declarar en Noruega la veda permanente de bacalao! Nunca me agradó el susodicho bicho marino.
Como todo un niño, me aburría por lo general en estas fechas, pues no entendía mucho su significado. Si bien es cierto, recordábamos la muerte y resurrección de Cristo, no entendía por qué en la radio te pasaban todo el día música sacra y en la TV, literalmente hasta la noche, todos los años nos pasaban las mismas películas sobre la vida de Cristo o de santos y héroes conocidos y desconocidos. De esta manera, ya constituían un clásico de la pantalla: “Los diez mandamientos” en donde cada año Charlton Heston, como Moisés, volvía a dividir el mar rojo en dos; “Ben Hur” en donde el ya mencionado actor volvía a correr sus caballos blancos, vengándose de Mesala; “Barrabas” con Anthony Quinn en donde el héroe era el asesino (¿?) que fue liberado para que Cristo sea condenado; etc. Lo más curioso era que para los canales de TV, bastaba que fuera una película de romanos, griegos o de cualquiera con un taparrabo de la antigüedad, para que ameritara pasarse en semana santa una y otra vez hasta el hartazgo. De esta manera, películas sobre Sansón, Cleopatra, Espartaco, David, Masiste, Jasón, los argonautas y hasta Hércules y los últimos días de Pompeya -¿Qué tiene que ver la erupción del Vesubio con Cristo?- eran bien vistas por el público televidente. Todos los años las mismas películas, mismos actores, mismas escenas. Para un niño esto era incomprensible. Les podría repetir los diálogos y las escenas al detalle pero me extendería demasiado.
Pero lo más curioso era el sábado santo en la noche. La primera vez que mi madre me llevó a la misa del sábado de gloria no entendía por qué todo estaba oscuro. Muchos niños pensaban que se trataba de un típico apagón de la época por los terroristas, razón por la cual nos daban unas velitas para prenderlas en la Iglesia. Luego comprendí que se conmemoraba la resurrección de Cristo y la vuelta de la luz con su profundo significado. Mi madre me explicaba todo esto y así podía entender mejor todo. El domingo de Pascua –que de paso ya de adulto me explicaron eso de “el primer día de la semana” día que resucitó Cristo, ¿No era el lunes acaso el primer día de la semana?- era lo mejor, pues me decían que un conejo dejaba huevos de chocolate a los niños. ¿Qué tenía que ver un conejo con la semana santa y por qué deja huevos de chocolate si los conejos no ponen huevos y menos de chocolate? ¿Dónde aparece este conejo en los evangelios? Al parecer ya es toda una fauna la que invade la semana santa: bacalaos, mariscos, conejos, etc. En todo caso, todos en casa comíamos los ricos huevos de chocolate y mejor aún si venía sorpresita adentro del huevo, como los huevos de D’Onofrio y los carísimos huevos Kinder alemanes.
Esas eran las semanas santas que de niño vivía. Días en donde poco a poco le fui encontrando su verdadero sentido a todo –gracias a que me lo explicaron gracias a mis padres- y en donde el meditar sobre la pasión, muerte y resurrección de Cristo, el hecho más importante y relevante de la historia de la humanidad, me ayudó a encontrar así mismo, el verdadero sentido de la vida. Hoy siento pena al ver cómo – al igual que con la navidad- estas fiestas religiosas han ido perdiendo sentido para muchos, constituyendo simplemente unos días de vacaciones más, en donde la juerga, el trago y la jarana se imponen. Pienso que al igual que en esa estupenda novela de Niko Kazantzakis: “Cristo de nuevo crucificado”, Cristo vuelve a ser crucificado en cada semana santa, ante la frivolidad y el olvido de los miles que curó, sanó, ayudó y sigue ayudando de mil maneras. Que esta semana santa que comienza, redescubramos y entendamos su verdadero sentido. Que volvamos a ser esos niños a los que dolía y sorprendía ver en la TV a Cristo crucificado. Que en medio de esta sociedad que no quiere y huye de la cruz, encontremos el verdadero sentido de la vida, precisamente… en esa cruz de cada día, nuestra cruz.