¿Deben los jueces intervenir?, por Daniel Masnjak

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“La potestad de administrar justicia emana del pueblo”, dice la Constitución. Pero el juez, a diferencia de un congresista, no es elegido por el voto de los ciudadanos, sino por concurso. Y considerando que la representatividad del CNM es mucho más virtual que la del Congreso, los jueces no suelen correr el riesgo de perder su puesto por una acción impopular, como si puede ocurrirle a un parlamentario. A pesar de ello, quienes ejercen la judicatura están facultados para no aplicar normas en ciertas circunstancias e incluso (algunos pueden) expulsarlas del sistema jurídico. ¿De dónde obtienen ese poder?

A grandes rasgos, hay dos opciones. La primera es que lo obtienen de una fuente superior, que les permite estar por encima de las mayorías, incluso en un Estado democrático. La segunda opción es que actúan como garantes de límites autoimpuestos por la ciudadanía, contenidos en la Constitución. Lo que hacen estos límites, según Stephen Holmes, es “separar ciertas decisiones del proceso democrático, es decir, atar de manos a la comunidad”[1]. Una generación obliga a la siguiente a preservar ciertos valores, tanto porque le costaron obtenerlos (la independencia, por ejemplo) como porque ayudan al buen gobierno. Digamos que sirven de base a la “política cotidiana” y su modificación requiere de un procedimiento especial.

A propósito de la sentencia que ordena inscribir un “matrimonio” contraído por personas del mismo sexo en México, una de las cuestiones que se ha comentado es el cambio constitucional. Por supuesto, en el caso hay otras cuestiones que no voy a tocar. Pero en cuanto a lo primero, la sentencia afirma la archiconocida idea de que la Constitución es un “árbol vivo” que evoluciona conforme los signos de los tiempos. Panta rei. Y como tiene fuerza normativa, cada vez son más y más cosas las que terminan limitando a la política cotidiana, la de la mayoría simple. El problema: la ciudadanía nunca se autoimpuso esos nuevos límites, a pesar de que era esa la justificación del poder de los jueces para controlar la legislación, en primer lugar.

La opción que queda, por supuesto, es que el juez actúe en nombre de una fuente o valor superior al sentir temporal de los ciudadanos. Entonces, se supone que los jueces guían la evolución de la Constitución, leyendo el contexto para que no sea “letra muerta”. Esa adaptación para la convivencia sería el valor superior. Pero el análisis es tan contextualizado que en todo el mundo hay sentencias que llegan al mismo resultado que la del Séptimo Juzgado Constitucional de Lima. ¡Incluso es posible citar al juez Anthony Kennedy de la Corte Suprema de Estados Unidos sin que afecte la conexión entre Derecho y realidad!

Los magistrados, sea en el Poder Judicial o en el Tribunal Constitucional, deben dejar que el tira y afloja sobre este tema se desarrolle democráticamente. La existencia del “matrimonio” homosexual no es un límite que los ciudadanos les hayan encargado custodiar y, a decir verdad, nada indica que su análisis a favor del contexto sea particularmente acertado. Más bien, deja la sensación de que quieren forzar la coexistencia de dos ideas contradictorias. Por un lado, que el matrimonio (lo que sea que signifique) es un derecho fundamental exigido por la dignidad intrínseca a la naturaleza de la persona humana (lo cual explicaría que sea la única solución admisible en el largo plazo y que sea, además, imponible desde la judicatura). Por otro, que el matrimonio es una construcción social y que, como dice Patricia del Río, “las cosas no son, ni serán nunca, de una manera” por lo que cualquier definición que se pretenda correcta (distinta a la otra que se pretende correcta, por supuesto) debe ser descartada inmediatamente. Panta rei.

[1] Stephen Holmes. El precompromiso y la paradoja de la democracia.

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