Con la censura de Ana Jara, la oposición volvió a poner al Presidente Ollanta Humala en uno de esos incómodos escenarios de jaque en los que no hay mate, pero que obligan a uno a hacer un movimiento que hubiera preferido evitar. Lo que ha despertado la atención e incluso preocupación de varias personas es una posible disolución del Congreso, más aún cuando la designación de Pedro Cateriano en la PCM hace pensar que al Poder Ejecutivo ganas no le faltan. En este contexto, es necesario hacer unos matices que permitan tener una lectura más serena de lo que ocurre y podría ocurrir en los próximos meses.
Es difícil no asociar la disolución del Congreso con el 5 de abril de 1992. La congresista Marisol Pérez Tello (PPC) fue criticada por decir que si el Gobierno no corrige su rumbo “estamos dispuestos incluso a que se disuelva el Congreso”. El argumento esgrimido por Beto Ortiz fue que Roberto Ramírez del Villar y Felipe Osterling Parodi, líderes históricos del Partido Popular Cristiano, fueron presos cuando Alberto Fujimori aplicó una medida de esa naturaleza. El televisado “¡Di-sol-ver!” de Fujimori aún retumba en las mentes de los peruanos. El problema es que no estamos hablando de lo mismo.
Cuando la congresista Pérez Tello y otros hablan de una posible disolución del Congreso, no lo hacen como insinuación de que un autogolpe les parecería aceptable, sino en referencia al artículo 134 de la Constitución vigente. Su antecedente, el 227 de la Constitución de 1979, facultaba al Presidente “para disolver la Cámara de Diputados si esta ha censurado o negado confianza a tres Consejos de Ministros”, tras lo cual se debía convocar a elecciones para recomponer la Cámara. El 230 del mismo texto constitucional establecía que “el Senado no puede ser disuelto”.
Cuando Alberto Fujimori anunció la instauración de su “Gobierno de Emergencia y Reconstrucción Nacional” no lo hizo en virtud de los artículos antes mencionados. El “disolver” de Fujimori no coincidía ni con los supuestos ni con las consecuencias establecidas por la Constitución. Por un lado, no se había censurado o negado confianza a ningún gabinete y, por otro, se cerró el Senado de la República y no se convocaron a elecciones para recomponer la Cámara. Lo que vino después fue el fallido intento de crear una Comisión de Reforma Constitucional nombrada por el gobierno, que luego fue reemplazada por el Congreso Constituyente Democrático[1] (Pease & Romero, 2013, p. 357).
Es decir, no hay que perder de vista que el autogolpe de 1992 fue un golpe al orden constitucional, tanto así que aún hay quien sueña con invocar el último artículo de la Constitución de 1979 para que los ciudadanos luchemos por reestablecer su vigencia.[2] Si el Congreso de la República censurara o negara confianza a dos gabinetes (la congresista Martha Chávez ha apuntado que la censura de Jara no contaría, pues no alcanzó a todo el gabinete) y el señor Humala lo disolviera, siguiendo lo dispuesto en el 134 de la Constitución vigente, no sería comparable con lo anunciado aquel 5 de abril.
El problema vendría si se quebrantan las reglas de juego. Si Ollanta Humala disolviera el Congreso, nuestra principal preocupación como ciudadanos debe ser que lo haga en el marco de sus facultades constitucionales. Ahora, una medida de ese tipo sería demasiado temeraria como para ser tomada por alguien en pleno uso de conciencia, teniendo en cuenta el sombrío escenario que le esperaría tras una nueva elección parlamentaria (donde el fracaso de Gana Perú estaría casi asegurado) o los problemas económicos que generaría semejante terremoto político.
[1] Pease & Romero (2013). La política en el Perú del siglo XX. Lima: Fondo Editorial PUCP.
[2] Constitución de1979, artículo 307. Esta Constitución no pierde su vigencia ni deja de observarse por acto de fuerza o cuando fuere derogada por cualquier otro medio distinto del que ella misma dispone. En estas eventualidades todo ciudadano investido o no de autoridad tiene el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia.