En un país como el nuestro, que desde el génesis de su vida republicana se acostumbró a vivir la democracia de forma intermitente, es un logro considerable haber pasado 25 años sin un entreacto dictatorial o, siquiera, una verdadera amenaza golpista (aunque mucho se puede discutir sobre las posibles acrobacias del fujimorato para alargar su estadía en el poder). De hecho, no es raro que esta circunstancia sea celebrada por algunos líderes políticos, especialmente por aquellos que se consideran los “arquitectos” de la misma (aunque en algún momento ellos mismos la hayan disuelto).
Claro, sin duda sería mezquino no alegrarse por los tiempos de democracia vivida. Sería tonto no ver con orgullo el hecho de haber completado, sin sobre saltos, tres gobiernos elegidos por la ciudadanía. Sin embargo, aunque es valioso reconocer esta “victoria” formal, la realidad de los últimos tres mandatarios elegidos nos obliga, también, a reconocer que el tino electoral de los peruanos deja muchísimo que desear.
Y es que basta con darse cuenta en qué están Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala hoy en día para saber que, quizá, no fueron la mejor decisión electoral. Claro, el argumento será que todos los escándalos de los últimos tiempos son, justamente, cosa de los últimos tiempos. Empero, si bien eso es cierto, basta con dar un vistazo a los expresidentes en sus épocas de candidatos para saber que, incluso en ese momento, daban indicios de comportamientos que, aunque sea, debieron generar alguna reflexión en la ciudadanía.
En lo que respecta a Toledo, por ejemplo, estuvo el caso de su hija Zaraí. Al haber sido enfrentado a la entonces niña de trece años, el candidato negó con severo énfasis cualquier posibilidad de que, en efecto, Zaraí fuera su hija. En esa línea, eludió la prueba de ADN y recién en el poder decidió abrirle los brazos a la descendiente que negó con tanto ahínco. El hecho de que el expresidente no se haya sometido a una pesquisa que confirmara lo que él decía, sugería, desde ese momento, que tenía cosas que ocultar y se esforzaría en mantenerlas ocultas sin importar el perjuicio que ello pueda causar a un tercero: una niña de trece años, en este caso.
Con este antecedente, no resulta extraño ver a Toledo sorteando la justicia tan afanosamente y, luego de las mentiras previamente profesadas, difícilmente se podría creer lo que hoy dice con respecto a su inocencia. Y si bien se le puede dar el beneficio de la duda a quienes en el 2001 eligieron a Toledo, quizá alegando que la información recién se completó cuando ya estuvo en el gobierno, no hay que olvidar que un 16% de la población lo quiso como presidente en el 2011.
En lo que atañe a Alan García, por otro lado, mucho se podría hablar de las imputaciones de corrupción que su alrededor se tejieron antes de su elección en 2006. No obstante, lo que debió haber servido como un elemento disuasor categórico para cualquier votante medianamente racional, tenía que ser su primer gobierno. La sola destrucción de la economía, con la precaria calidad de vida de la gran mayoría de peruanos y las inefables cifras de inflación que ella conllevó, debió haber servido para anular cualquier futuro electoral para el candidato aprista. Pero, no fue así.
El segundo gobierno de García no resultó, ciertamente, en calamidad económica, sin embargo, la cosa vino por otro lado. Dicha administración hoy nos premia con más de un funcionario en prisión por corrupción y el descubrimiento de reuniones del expresidente con Marcelo Odebrecht que García, de pronto, olvidó en un conato de amnesia selectiva. En el presente, habría que esperar que los votantes estén arrepentidos de la confianza empeñada (por segunda vez) a este expresidente.
Ollanta Humala también es dueño de un pasado que debió haber disuadido a quienes lo eligieron. Más allá de las serias denuncias en torno al caso Madre Mía, que existían en ese entonces y que hoy se han agravado por nuevos testimonios y audios, también estuvieron los gestos fuertemente antidemocráticos y violentistas que mostró. Hablamos, por ejemplo, del apoyo que hizo desde Seúl al levantamiento de su hermano en Andahuaylas, una cruzada violenta contra el régimen democrático de Toledo que dejó como saldo cuatro policías muertos. Y a eso se suma su cercanía fraterna con la dictadura chavista, que debió servir como indicio de la aparente debilidad del mandatario por forjar amigos con beneficios en el extranjero.
Luego de eso saldría a la luz todo lo que hoy vemos, desde fuertes declaraciones de colaboradores eficaces en el caso Odebrecht, como gravísimas aseveraciones de testigos en el caso Madre Mía. Sin duda habría que preguntarse en qué pensaba la ciudadanía cuando decidieron elegirlo, dados los antecedentes descritos. Una mención honrosa, sin embargo, le toca a los ex adláteres del nacionalismo, llamados defensores de la democracia y derechos humanos que antaño apoyaron a Humala.
Queda claro que el largo periodo de estabilidad democrática es una victoria para el Perú. No obstante, es una victoria pírrica, una que, lamentablemente hasta hoy no se ha reflejado en un presidente que, luego de salir del poder, demuestre que estuvo a la talla del cargo. Habrá que desear que la situación sea distinta con Kuczynski y que ese sea el primer paso para la maduración de nuestra aún adolescente democracia.