El lunes pasado, la fiscal María Peralta Ramírez decidió archivar las denuncias hechas contra Luis Fernando Figari, fundador del Sodalicio de Vida Cristiana (SVC), alegando que no se encontraron indicios probatorios para las acusaciones de violación sexual, lesiones graves, asociación ilícita para delinquir y secuestro. En esa línea, el documento indica que “no hubo ningún afectado que se acercara a denunciar que haya sido víctima de dichos abusos” y que «ninguno de los presuntos agraviados presenta actualmente problemas psicológicos derivados de su permanencia en el Sodalicio, por el contrario, las pericias demuestran que todos ellos llevaron vidas personales y profesionales exitosas».
Esta decisión, como era de esperarse, ha generado muchísima indignación, especialmente de aquellos que el mismísimo SVC ha reconocido como víctimas de estos crímenes –en octubre del año pasado Alessandro Moroni, Superior del SVC, fue categórico al decir “sí hay víctimas, están sufriendo mucho” –. Ante las circunstancias, Jose Escardó Steck declaró: “fuimos cinco los denunciantes. El propio Sodalicio ha reconocido que soy víctima”.
No cabe duda de que esta situación resulta harto preocupante y, sobre todo, de que genera un antecedente nefasto que parece sugerir que, a pesar de las pruebas, algunos crímenes pueden quedar impunes y las víctimas de los mismos se pueden quedar sin ver la tan necesaria llegada de la justicia. Y es que deja mucho que desear que, cuando los periodistas y las instituciones privadas han logrado acumular pruebas irreprochables de los delitos cometidos, la fiscalía no muestre la voluntad de profundizar su propia investigación y, en lo que parece una decisión apresurada, decida archivar el caso.
Queda claro que no se puede aducir que la fiscal María Peralta Ramírez fundó su decisión en alguna complicidad con los acusados en este caso. No obstante, la aparente negación de pruebas contundentes, compartidas en el libro ‘Mitad monjes, mitad soldados’ y complementadas con lo manifestado por las actuales autoridades del SVC, traen al recuerdo el tedio con el que se han enfrentado casos similares anteriormente, no solo por parte de las autoridades estatales sino, sobre todo, por las instituciones que albergaron a los malhechores y se esforzaron en paliar sus crímenes.
Cuando menos, las pruebas presentadas y las declaraciones de las víctimas deberían servir para que se continúe con las pesquisas y para fomentar que Figari y sus adláteres sean sometidos a un juicio, para que respondan ante la justicia por sus actos. El archivamiento del caso es una afrenta para la víctimas y denota una clarísima desidia de las autoridades peruanas, que tiene que ser condenada y protestada hasta las últimas consecuencias y hasta que la justicia sea obtenida.
No corresponde, sin embargo, como propone Alberto de Belaunde, que el caso sea investigado por una comisión del Congreso. Esta institución no tiene competencia penal ni judicial lo que conllevaría a que los esfuerzos sean fútiles para el propósito de condenar a los que han cometido estos crímenes. Figari tampoco es un político y no se le acusa de tener responsabilidad política de lo sucedido, se le acusa de haber sido él el que cometió los abusos. Lo que sí podría procurar el congresista de Belaunde es que se cambie el Código Penal para que los crímenes de abuso sexual no prescriban, como ahora sucede.
Sin duda, entre los crímenes más repulsivos que se pueden cometer, está la pedofilia. Los que cometen estos crímenes merecen sufrir todo el peso de la ley y pagar desde prisión por sus atrocidades. Sin embargo, ante el letargo del sistema y ante algunos grupos religiosos y laicos que buscan cohonestar o simplemente ocultar los actos cometidos, solo queda la voz de la sociedad civil.
Corresponde que, ante la impavidez de las autoridades, la sociedad emita su propia condena a actos a este tipo de actos. Mientras el poder judicial no esté a la talla de los ciudadanos, estos últimos tendrán que empeñarse en hacer sonar su voz y, sobre todo, hacer que la condena social a estos criminales sea de tal magnitud que aunque sea en este aspecto el mal no quede, como puede estar quedando ahora, impune.