[EDITORIAL] La Barbarie Discreta

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La novela “Never let me go”, del escritor inglés Ishiguro, nos muestra un mundo distópico en el que existen clones –uno de los cuales es la protagonista – que, a partir de cierta edad, son usados como fuente de repuestos de órganos para las personas normales. Que la novela empiece durante la infancia de la protagonista en la década de 1940 no es coincidencia: la idea mayoritaria es que después de la segunda guerra mundial, por los horrores vividos en esta, creamos un mundo con derechos humanos y preocupación por evitar que lo vivido se repita. Ishiguro, por el contrario, nos muestra un pasado alternativo en el que se decide sacrificar a una parte de la población para asegurar el bienestar del resto. Así, parece también usar la ficción para criticar algún aspecto de la nuestra civilización contemporánea.

¿A qué se refiere Ishiguro? Hay múltiples interpretaciones. Hasta hace poco la porción de la realidad más cercana a esta ficción podría haber sido la de los embriones congelados que se usan como fuente de células madre. El reciente escándalo de Planned Parenthood, sin embargo, se muestra perturbadamente más cercano. En su novela vemos que en cierto momento hubo un debate respecto a si era ético lo que se hacía con los clones; pero luego la opinión pública decidió dejar de pensar al algo tan desagradable y mirar para otro lado. Parte importante de la discusión, precisamente, iba sobre si los clones eran humanos.

La situación es muy parecida a la que se vive hoy respecto al aborto. Y lo que ha ocurrido tras la divulgación de los videos que presuntamente implican a  Planned Parenthood en la venta de órganos de niños abortados es que no solo muestran un lado particularmente oscuro de esta práctica sino que pone de manifiesto la humanidad de sus víctimas. “Ese era otro niño”, dice la doctora Savita Gindle, vicepresidenta de esta empresa en Rocky Mountains, al terminar un paseo con potenciales compradores por un laboratorio donde guardarían los órganos a la venta.

Esta situación, al igual que la novela de Ishisguro, nos hace cuestionarnos qué tan civilizados somos realmente y qué tanto hemos avanzado desde la Esparta que tiraba a los niños defectuosos desde el monte Taigeto. Nos recuerda, por ejemplo, que una de las principales fabricantes de los químicos usados para el aborto es la misma que en los 40s fabricaba  el gas para las cámaras de los campos de concentración. Nos lleva a pensar, finalmente, que no hemos abolido la pena de muerte (lo cual sería tremendamente deseable) sino que solo la hemos cambiado de receptor. Ya no es la comisión de crímenes lo que nos hace merecedores de ella sino tener retardo mental o que tus papas metieran la pata sin tomar precauciones.

 Un dato poco difundido es que la fundadora de esta multinacional del aborto, Margaret Sanger, era abiertamente racista y eugenecista, dos ideologías que creíamos propias del nazismo y ya superadas, pero que su empresa discretamente continúa. En este sentido, el médico y político norteamericano Ron Paul nos recuerda que los servicios abortivos son en su amplia mayoría proveídos a mujeres de ingresos bajos y de minorías raciales. “Cada día 2 000 bebés afroamericanos pierden sus vidas por el aborto, un rango cinco veces mayor a las tasas caucásicas de aborto”, apuntala el político liberal, quien considera que la mejor forma de luchar contra esta práctica es dándole a las madres mejores alternativas.

Preocupa que el gobierno estadounidense financie a empresas como Planned Parenthood, no solo en su país sino alrededor del mundo. Preocupan también las denuncias de que Planned Parenthood  financia en nuestro país a las ONG pro abortistas Promsex e IMPARES. Pero lo que más preocupa es lo que todo esto dice de nuestra muchas veces autocomplaciente sociedad y del parecido que guarda con la distopía de Ishiguro.  ¿Los derechos humanos son para todos? ¿Realmente se quiere que lo sean?

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