Editorial: Tu vecino el terrorista

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El salvaje atentado sucedido en Barcelona la semana pasada, volvió a poner en el centro de la discusión la amenaza del terrorismo islamista, especialmente la del Estado Islámico (EI). Frente a la masacre de tanta gente inocente y ante la impotencia que suscitan este tipo de ataques –difíciles de predecir y evitar por la precariedad de los métodos empleados pero demostradamente eficientes–, una reacción empieza a hacerse común entre algunas de las personas afectadas directa o indirectamente por los atentados: hay que cerrar las fronteras.

Ello, ciertamente, no solo implica el cierre literal de las fronteras, en aras de bloquear el acceso a refugiados e inmigrantes del Medio-Oriente, sino también la clausura, si se quiere, de una frontera socio-cultural, con la intención de destruir cualquiera alusión visible a la fe musulmana (más de un país ha tratado, por ejemplo, de prohibir el hijab y la burka). Claramente esto se entiende como una reacción humana ante el terror esparcido por organizaciones como el EI y como una respuesta aparentemente sensata para lidiar con un enemigo que, por decir lo menos, es escurridizo.

Sin embargo, si se abandona el impulso pasional y se somete la situación a una evaluación realista, poco o nada podrá ser solucionado por el cierre de fronteras. Y este hecho se hace fácilmente verificable si se presta atención al perfil de los terroristas que han ido desangrando Europa y Norte América desde el 2014 en nombre del EI.

Para empezar, una cifra: de las 48 personas identificadas como perpetradoras de ataques en occidente desde el 2014, 30 nacieron en los países que atacaron o en algún otro país de occidente. Los 18 restantes, aunque nacieron en el Medio-Oriente, ostentaban en varios casos nacionalidad de algún país occidental. Eso quiere decir que el 62.5% de los terroristas involucrados en estos atentados tenían libre acceso al país donde los perpetraron. ¿Cómo, entonces, la solución al problema del terrorismo islámico sería cerrar las fronteras?

La solución que se puede proponer es que, más bien, las restricciones se impongan a la fe musulmana per se. Sin embargo, esa medida tampoco resiste a la realidad. Según los estudios realizados por el politólogo francés Olivier Roy, los extremistas suelen estar alejados del ‘main-stream’ islámico en sus comunidades, de hecho, el 25% se “convierte” al islam pocos meses antes de llevar a cabo el ataque y la amplísima mayoría ni siquiera sabe leer árabe. El acercamiento de estos sujetos con la religión en su estado radical se da a través de internet en las páginas manejadas por el mismísimo Estado Islámico. Muchos de los terroristas, según Roy, apelan al extremismo como una forma de renegar de la forma de llevar a cabo la religión de sus padres. La mayoría, también, tiene antecedentes por crímenes pequeños y tuvo contacto con radicales dentro de prisión.

Sin embargo, lo más aterrador es que, como luego reportan los amigos y conocidos de los atacantes, la gran mayoría no se comporta como extremistas, no dejan de ir a fiestas, no dejan de beber alcohol o fumar cigarrillos, en general, se comportan como simples jóvenes occidentales. Sus exabruptos radicales se dan muy esporádicamente y difícilmente se puede acusar un problema hasta que ya es demasiado tarde.

Así, el problema se nota mucho más complejo que uno que se pueda remediar con la simple prohibición de expresiones islámicas. El problema, justamente, es que los terroristas no muestran verdadero arraigo con la fe, hasta que finalmente lo muestran todo entregándose a la muerte y cobrando cientos de vidas en el acto.

Teniendo esto en mente, es difícil e injusto buscar colocar a todos los musulmanes como cómplices (o potenciales cómplices) de los horrores del EI. Y esto no solo por una cuestión benévola que busca exculpar al islam –de hecho, son ciertas interpretaciones de esta religión las que cobijan a estos terroristas–, sino porque una aseveración de ese tipo no resiste la más mínima prueba si se le enfrenta a la realidad.

Así las cosas, creemos que cuando se trata de luchar contra el terrorismo, se tiene que empezar por aceptar una realidad cruda pero innegable, y es que esta lucha no es una que se sostenga únicamente con un enemigo foráneo, sino, también, con uno insertado en el corazón de la sociedad que busca destruir. Tranquilamente podría ser tu vecino. Dicha aceptación, seguida de un trabajo de inteligencia que traiga abajo las páginas web que nutren a los extremistas y que haga un seguimiento a todos aquellos que muestren cambios en su comportamiento, puede ayudar a remediar la situación.