Editorial: Una semana de furia

Ni el presidente, ni el premier, lograron demostrar el liderazgo que la situación requería.

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Hoy se cumple una semana desde que Martín Vizcarra fue vacado por el Congreso de la República. Lo que le siguió a esa decisión lo conocemos todos: días de incertidumbre e indignación expresada –mayoritariamente por jóvenes– en las calles de todo el país.

La discusión sobre la legalidad del proceso que destituyó al expresidente no ha sido el centro del descontento. El Parlamento siguió un mecanismo que la Constitución le facilitaba. El problema fue cómo eligió utilizarlo y quiénes finalmente jalaron el gatillo. La circunstancia de que el sucesor, el señor Manuel Merino, y su equipo hayan optado por minimizar la sinceridad de la molestia ciudadana y elegido usar la fuerza policial de manera violenta, fue la cereza en este trágico pastel.

Así, el Gobierno del expresidente del Congreso tuvo un desenlace previsible: se vio obligado a renunciar. Nunca tuvo legitimidad popular y nunca se molestó en conseguirla. El Gabinete nombrado, además, se contradecía nítidamente con la voluntad expresada por el entonces mandatario de formar un Ejecutivo de ancha base. De hecho, se eligió a individuos vinculados a los grupos que impulsaron el proceso de vacancia que las calles rechazaron. Ni el presidente, ni el premier, lograron demostrar el liderazgo que la situación requería.

Parte de la discusión en estos días se ha centrado en si el descontento popular debería ser aquello que rija las decisiones de las autoridades. En este punto no hay que perder de vista la importancia de la acción política ciudadana en el proceso democrático. No se trata, pues, de que el ejercicio de la ciudadanía se quede solo en un voto que se emite cada cinco años. Sin embargo, no hay que olvidar las condiciones extraordinarias en las que todo esto se desarrolló. El quiebre de la estabilidad estatal generado por el Legislativo –independientemente de lo que se pueda decir de su legalidad–, ha supuesto el rechazo de la gente ante el uso abusivo de mecanismos de control político. Y, en consecuencia, que desde las calles se presione porque quienes nos lideran muestren un genuino propósito de enmienda.

Esto último es lo que tiene que ocurrir por el bien del país. El Congreso de la República tiene que reconocer que en el tiempo que les queda no dejarán de ser vigilados por las personas que los eligieron. Por su parte, quien vaya a asumir la jefatura del Estado, tiene que entender que su responsabilidad es mantener el barco a flote, a saber, controlando la pandemia y evitando la agudización de la crisis económica. Tendrá que ser una administración concentrada, no en impulsar un plan de Gobierno, sino en garantizar un final tranquilo para cinco años de convulsión.

Además, quien se convierta en presidente de la República tendrá que designar a un equipo de ministros que, a diferencia del anterior, tenga la visión suficiente para no mezquinar los esfuerzos que ha hecho la ciudadanía en los últimos días. La conexión con los peruanos de a pie, en tiempos donde los poderes del Estado carecen de legitimidad popular, es una obligación.