Cass Sunstein es un conocido profesor de Derecho norteamericano. En coautoría con Stephen Holmes publicó un ya conocido libro denominado “The Cost of rights” o, en español, “El costo de los derechos”. La tesis central del libro gira en torno a que todo derecho implica un costo para el estado y, en esa medida, los derechos dependerían de los tributos que el estado recauda.
Se puede discutir en algunos puntos respecto a los planteamientos del libro. Así, podríamos objetar que, por ejemplo, el concepto de “derecho” que los autores usan es producto de una confusión que se ha venido desarrollando con el paso de los años y que ha terminado por pervertir su significado. A nuestro entender, habría que diferenciar los derechos de libertad -los cuáles son derechos propiamente dichos- de los servicios que muchos tratan de hacer pasar como derechos. Por otro lado, podría criticarse también el que los autores no diferencien los distintos tipos de costos que los derechos de libertad y los servicios tienen. En otra oportunidad nos encargaremos de ampliar estas críticas. De momento conviene enfatizar que, pese a ellas, la premisa del texto de Sunstein y Holmes es innegable: todo derecho -o servicio- cuesta, sea de modo indirecto o directo. Y esto es algo que muchos hoy parecen olvidar.
Hace poco nuestro Defensor del Pueblo, Walter Gutiérrez, señaló -durante una presentación en la convención minera Perumin- que “sin inversión minera no hay crecimiento económico”, y que “sin crecimiento económico los derechos humanos no serán reales para todos”. El asedio mediático y las indignadísimas respuestas no se hicieron esperar. Lo cierto es que la mayoría se sustentó en mitos que -a la luz de la data y de la tesis de Sunstein y Holmes- sería bueno comenzar a desterrar.
Se dijo, en primer lugar, que no se pueden condicionar los derechos -derechos y servicios en nuestros términos- al desarrollo económico y, particularmente, al desarrollo minero. Es esta una visión sumamente irresponsable, especialmente en el Perú. Si partimos del hecho de que todo derecho cuesta, automáticamente deberíamos preguntarnos de donde obtiene el estado peruano los ingresos por medio de los cuales los financia. Resulta que, según cifras del MEF, el 2016 cerca del 89% de los ingresos corrientes del gobierno central provinieron de la recaudación tributaria. De estos, cerca del 20% fue producto del sector minero -el porcentaje fue mucho mayor en años pasados-. En un país con una tasa de informalidad de cerca del 70% habría que admitir -nos guste o no hacerlo- que nuestros derechos sí dependen en buena medida de la situación económica del país y, especialmente, de sus ingresos mineros.
Se señaló también que las empresas mineras no contribuyen al crecimiento económico del país y que, aunque lo hicieran, este solo termina beneficiándolas a ellas y a los más ricos. Según el informe “El valor agregado de la minería en el Perú” recientemente publicado por el IPE, del 3,9% del crecimiento económico logrado en 2016, 1,8% fue debido al sector minero. Dicho de otro modo, cerca de la mitad de nuestro crecimiento fue gracias a la minería. Igualmente se destaca en otro informe -“El costo económico de la no ejecución de los proyectos mineros por conflictos sociales y/o trabas burocráticas”- que, de haber sido ejecutados los proyectos paralizados entre 2008 y 2014, se habría podido reducir la pobreza en 5,7 puntos porcentuales adicionales -al 2014 el porcentaje de pobres habría sido 17% y no 22,7% como efectivamente fue-, adicionalmente, se habrían podido generar cerca de 534 mil empleos extra anuales -recordemos que la minería genera múltiples empleos de modo indirecto-. Así, es una burda mentira el que las empresas mineras no contribuyen al crecimiento económico y lo es aún más el afirmar que solo benefician a los ricos y a ellas mismas.
Adicionalmente, se añadió que las mineras no se encuentran sujetas en el Perú a un régimen tributario justo y que, en esa medida, se benefician indebidamente de nuestros recursos. Los más extremistas incluso argüirían que nos roban descaradamente. Nuevamente es preciso recordarles que en el Perú cerca del 70% de actividades se desarrolla de modo informal y, en esa medida, es muy poco lo que el estado recauda de ellas. El grueso de los ingresos viene de las empresas formales -dentro de las cuales las mineras se encuentran- las mismas que, por lo mismo, terminan financiando -por contraintuitivo que le suene a algunos- los servicios del resto. Por lo demás no se puede decir que el régimen tributario de las mineras sea injusto si consideramos que estas, a diferencia de otros sectores, pagan además del Impuesto a la Renta otros múltiples tributos especiales como el Impuesto Especial a la Minería (IEM) y el Gravamen Especial a la Minería (GEM).
De esta manera, se hace imperativo señalar que si los ingentes recursos que las mineras otorgan al Perú no se traducen en derechos y servicios no es precisamente por culpa de las mineras mismas, sino más bien del estado y su inherente potencial corruptivo-burocrático. Es cierto que existen excepcionales ocasiones en las que se causan daños al medio ambiente o a los ciudadanos, pero estas pueden arreglarse por medio de indemnizaciones o de una mejor fiscalización: la draconiana lógica contraria nos llevaría a proscribir los autos para así evitar accidentes de tránsito. Los peruanos debemos ya dejar atrás la pueril creencia de que la plata cae del cielo y comenzar a asumir responsablemente el costo de nuestros derechos.
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