Es imprescindible, ante la inexplicable indolencia y permisividad social que nos aqueja con respecto a los terroristas, presentarles como testimonio la ocasión en la cual me enfrenté a Sendero Luminoso. El siguiente es un hecho verídico, es parte de mi vida y considero necesario que lo conozcan:
Serían un poco más de las nueve de la noche, me encontraba ensimismado en una lectura, cuando súbitamente se produjo una violenta explosión que remeció todo el lugar, como empujado por un resorte me incorporé, esperando otra más, definitivamente se trataba de una detonación bastante cercana. Las personas a mi alrededor se acercaron y comentaron, “de seguro es un coche bomba”, todos coincidimos. En medio del inicial desconcierto, alguien se aproxima indicando; “lo llaman por teléfono”, tomé el auricular y escuché una voz desesperada que entrecortadamente dice; “Augusto, ¡han volado la calle Tarata, no te imaginas, es un total desastre, hay muertos y heridos por todos lados, acabo de bajar uno que colgaba de un árbol! ¿Te los envío?», «Por supuesto Carlitos», fue todo lo que atiné a contestar.
Era el dieciséis de Julio de 1992, estaba de guardia en el hospital que laboraba, mi puesto era Jefe de emergencia, que de acuerdo a las normas del nosocomio asumía las responsabilidades del director.
Este se encuentraba a unas veinte cuadras de la calle Tarata, era de tamaño medio, contaba con trescientas camas, aproximadamente, en hospitalización y en ese momento unas diecisiete en emergencia.
De inmediato llamé a todos los médicos de guardia; el cirujano, pediatra, ginecólogo e internista, tres residentes y dos internos, en total diez galenos, incluyéndome. Unas diez enfermeras y un número igual de auxiliares, en total treinta personas. Les informé rápidamente de la situación, no terminé de hablar y llegaron las primeras víctimas.
Cargado por dos personas, una a cada lado sosteniéndole brazos y piernas, ingresé el primero de todos, era un joven de unos 25 años de edad, con el abdomen abierto y las vísceras expuestas, fue impresionante, pero no hubo tiempo para perder la compostura, lo trasladamos a una camilla y con el equipo de resucitación luchamos por restaurar sus signos de vida, pero él llego cadáver, de pronto ingresaron sin cesar uno tras otro los heridos; fracturas expuestas, es decir con los huesos al aire, de piernas y brazos, órganos internos rotos por las explosiones, heridas cortantes en todas partes del cuerpo, quejidos, lamentos y desesperación, los rostros de los heridos marcados por el dolor y la angustia, algunos, los que estaban conscientes preguntaban por sus familiares; esposas, hijos, hermanos, más de uno nos inquiría: «¿voy a morir doctor?»
La cantidad de víctimas sobrepaso nuestra capacidad instalada, pero no nuestra determinación, mientras atendíamos diligentemente a todos, ordenamos y clasificamos a los pacientes; quienes deberían ir a sala de operaciones, otros a cuidados intensivos, algunos a hospitalización, procedimos con celeridad en esa lucha frenética contra la muerte. Paulatinamente, los médicos del hospital que no se encontraban de guardia, al enterarse del atentado, fueron llegando y poniéndose a disposición.
Tal fue el grado de las heridas causadas por la explosión que tiñó de sangre todo el piso de la emergencia, el suelo había perdido su color natural, ahora era rojo intenso. Pero en medio de ese desastre, nuestros médicos y enfermeras guardando un silencio reverente atendían a los heridos, cruzábamos nuestras miradas en todo momento para coordinar la atención, la indignación era total; sin embargo, nada tenía que interponerse con nuestro deber y no lo hizo.
Unos de los últimos casos en llegar fue el de una pareja de diplomáticos extranjeros, con los rostros desencajados y la mirada perdida, cargando una pequeña niña en los brazos, los auxiliamos de inmediato; los padres presentaban múltiples cortes y heridas, pero no de consideración; no obstante, la niña estaba muerta. La escena fue desgarradora e inenarrable; la conmoción, el dolor y sufrimiento de los padres ante la absurda muerte de su hija nos impactó a todos.
Luego de pasar toda la noche y madrugada atendiendo, procurando salvar la vida de los heridos, nos llegó el día casi sin darnos cuenta, al final de esa imborrable jornada habíamos atendido a más de ciento cincuenta personas y tuvimos dos fallecidos.
Aquel día me enfrente, junto con mis distinguidos colegas, a esa horda asesina mal llamada Sendero Luminoso, fue una lucha desigual; ante su cobardía, antepusimos el valor de nuestros conocimientos; ante su desprecio por la vida, nuestro amor por los seres humanos; ante su insania, nuestra razón y por todo ello los derrotamos, cegaron muchas vidas pero nosotros salvamos más. Al día siguiente llegué exhausto a mi hogar, pero con el espíritu en paz, entristecido, pero orgulloso de mi proceder, reuní a mis pequeños hijos y les narré lo sucedido, tal como ahora lo hago con ustedes, de manera pública.
No existe ningún “lugar de la memoria” que igualé y menos superé lo que todos y cada uno de nosotros hizo en su momento y ocasión, cuando nos tocó enfrentar a esos viles asesinos, porque lo mío no fue un caso aislado, millares de peruanos en algún momento se confrontaron con ellos de muchas formas y de igual manera los derrotaron. Eso es lo que debemos rescatar, la historia viva de esos sucesos, la tradición oral, o escrita y recrearla permanentemente, enseñándola con claridad en las escuelas, para que no existan confundidos que toleren a Sendero, a sus asesinos y apéndices como el MOVADEF. Quienes se refieren al criminal y terrorista Abimael Guzmán, uno de los más sangrientos genocidas de todos los tiempos, como un “filósofo que dirigió una guerra”, y piensa así son terroristas, por lo menos mentales, que pretenden embaucarnos con la imagen del “viejito inofensivo”. ¡No! Ese sujeto y sus bárbaros atilas son los mayores criminales que ha conocido el Perú en toda su historia.
Nuestra superioridad moral los derroto antes, debe hacerlo ahora, y siempre.