El drama de la dignidad, por Daniel Masnjak

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Han pasado varias semanas desde que la señora Silvana Buscaglia fue sentenciada por agredir a un policía de tránsito. En aquel momento se publicó un editorial de Lucidez que decía “que ningún ciudadano crea que nuestras fuerzas del orden son inferiores, lo que nos da derecho a reaccionar violentamente”. Esto es importante porque va en la línea de un principio de este portal, como es la defensa y difusión del respeto irrestricto a la dignidad de la persona humana. Se trata, sin embargo, de un valor afirmado por la mayoría, pero que muchos ponen en duda en la práctica, en el día a día. Queda entonces la pregunta: ¿Aún creemos en la dignidad?

Parece una pregunta tonta en un contexto en el que los derechos humanos parecen abrirse paso en el mundo. Nuestra Constitución dice en su primer artículo que “la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad son el fin supremo de la sociedad y el Estado”. Además, cuando se quiere obtener algo, frecuentemente es demandado en nombre de la dignidad, pues recubre el pedido con un halo de obligatoriedad que trasciende consideraciones prácticas. Así, cuando se quiere redefinir el matrimonio, los argumentos a favor se enfocan menos en sustentar la medida como política útil y más como algo supuestamente exigido por la misma naturaleza humana (concepto que curiosamente suele ser negado por los impulsores de la medida), debido a su dignidad.

Eso es la dignidad, aquello en virtud de lo cual tenemos derechos, que de ser negados por el Estado o la sociedad implicaría que estamos siendo tratados inhumanamente. La dignidad de uno es el último límite de la libertad de acción del otro. Cuando uno se cree autorizado a actuar violentamente contra otro, a ignorar sus derechos fundamentales, es porque lo considera inferior, no cree en su dignidad. No reconoce un límite para sus acciones más allá de lo que quiere. Tal vez estas personas digan creer en la dignidad, pero no actúan conforme a ello. Es lo que el Papa Francisco denomina “relativismo práctico”, cuando alguien no afirma que el bien y el mal dependen de cada uno, pero actúa como si así fuera.

Pero esta paradoja tiene también una dimensión teórica y eso se refleja claramente en dos columnas publicadas en El Comercio por la filósofa Gisèle Velarde, una sobre el caso Buscaglia y otra a favor de la despenalización el aborto. En la primera, Velarde habla del decaimiento de fuentes tradicionales de autoridad y sostiene que dicho proceso ha dejado un vacío que no ha sido llenado por “valores morales”. Se da entonces un mal uso de la libertad que lleva a la delincuencia y la violencia, cada quien se siente autorizado a lo que le da la gana. Ante eso, la solución sería construir el respeto hacia el otro basándonos en la famosa regla de oro: “no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti”.

Pero eso presupone que uno comparte algo con “los otros”. En la concepción tradicional de los derechos humanos, ello equivale a decir que es cierto que el otro es policía, pero antes que policía es como yo, un ser humano. Por eso soy consciente de que también tiene derechos, por eso lo respeto. Sin embargo, en su otra columna, Velarde inicia su defensa del aborto negando que sea posible determinar si las personas tenemos o no derechos inherentes. Eso equivale a negar que sea posible afirmar la dignidad, quedando entonces como una cuestión de fe. Entonces la autora sostiene que la vida no tiene más valor que el que nosotros le damos, estaría en nuestras manos el decidir si el nonato tiene derecho a la vida, si es parte de “los otros” a quienes no debemos hacer lo que no quisiéramos que nos hagan.

Ese es el gran problema de la regla de oro: no es que la gente no la conozca, sino que escoge quién cuenta y quién no según lo que le apetece, dependiendo de si ese reconocimiento es un obstáculo para lo que quieren. Ahora, para ser justo, Gisèle Velarde no plantea que los derechos del otro dependan de la valoración individual, sino de una valoración colectiva. La sociedad, tras argumentaciones y debates, decide si valora la vida del niño por nacer. Pero, como no hay derechos inherentes ni dignidad, ¿no depende también de la valoración social el respeto y derechos del policía, el anciano o la mujer?

La consagración política del concepto de dignidad se dio para evitar que vuelva a esclavizar o exterminar personas en nombre de la producción, de la raza o de la Nación, para que los derechos no dependan de la voluntad de la sociedad o el Estado. Hoy que la autoridad de estos ha decaído, reivindicar que los derechos fundamentales son relativos a la voluntad colectiva es reivindicar, a la larga, que son relativos a la voluntad individual, pues si la sociedad está autorizada a hacer lo que le da la gana, entonces cada uno, particularmente los más fuertes, también.

Lucidez no necesariamente comparte las opiniones presentadas por sus columnistas, sin embargo respeta y defiende su derecho a presentarlas.