El embrutecimiento de la democracia representativa, por Federico Prieto Celi

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Se dio la largada para la campaña presidencial de este año, y de los 20 postulantes, uno, Ricardo Belmont, se quedó en la partida. Los otros se han lanzado a correr, pero tres destacan como posibles contendores a la segunda vuelta: Keiko, Pedro Pablo y Alan.

Respetables candidatos como Ántero Flores Araos o Alfredo Barnechea corren en el montón, acompañados de ilustres desconocidos o personajes desacreditados. Julio Guzmán Cáceres intenta asimismo la temeraria aventura de lo casi imposible, mediante el uso intensivo de redes sociales, aunque en el Perú cualquier cosa puede pasar.

Los tres candidatos grandes, cuyos programas son similares, apuestan a lemas como “Tú lo conoces” (slogan de Manuel Prado) o “más de lo mismo” (expresión de Manuel D’Ornellas), porque los peruanos estamos necesitados de impulsar la economía libre y la seguridad ciudadana, los dos puntos claves en nuestro tiempo. También está la renovación total del sistema de atención a la salud pública y la defensa de las humanidades en la educación básica, ambos temas poco tratados por los candidatos.

El cuarto poder, el periodismo en su horizonte más amplio, ha dejado paso al quinto poder, el de las encuestas, que señala el rumbo a los candidatos, que pierden el norte, la brújula y el sentido común, con tal de lograr más votos, al precio que sea, inclusive traicionando a personas y a contenidos esenciales de su propia identidad.

La democracia representativa moderna, nacida en sociedades cristianas de vieja solera, y basada en los partidos políticos, a ser posible en sistema bipartidario, ha entrado en trompo no solamente en nuestras inmaduras repúblicas latinoamericanas, sino también en respetables estados europeos, como estamos viendo en España.

Y es que el poder, entendido como mandato del pueblo para servirle y representarle, está basado en las democracias nacidas en sociedades con una moral natural enriquecida por el cristianismo y demostrada en la práctica por una conducta respetable de los dirigentes. Ese fenómeno ha decaído, para pasar de una doctrina social basada en la ley natural, a un materialismo hedonista que embrutece espiritual e intelectualmente a las masas, y por ende, a sus directivos, que son elegidos por voto universal y secreto.

César Acuña entiende el juego electoral como una apuesta con dinero: quien más plata pone más posibilidades tiene de ganar, porque la estrategia –“los técnicos se alquilan” dijo Luis Bedoya Reyes-, como la propaganda, cuesta millones, y quien los tiene puede pagarlos. El poder, así obtenido, manipulando demagógicamente a las masas, ya no es una misión de servicio, sino un botín de los cuentos de las mil y una noches.

La democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, pero esa definición –como democracia directa- resulta inviable en la práctica, y los intentos que se han hecho (quizás el mejor, el de Suiza, que lo consulta todo, pero su población es reducida) no han resultado bien.

En cambio, la democracia representativa sí ha funcionado durante la edad contemporánea en lo que se llamó con acierto la Civilización Occidental y Cristiana, como la llamábamos todos sin excepción. No había democracia en China, ni en el Medio Oriente, ni en África. Pero en la medida que desaparece la Civilización Occidental y Cristiana, se lleva de encuentro, no solamente a la vigencia en las personas de las virtudes humanas de una sociedad armónica y respetable, sino también a la democracia representativa basada en los partidos políticos.

De acuerdo con pensar, como el estadista británico, que la democracia es el peor sistema de gobierno a excepción de todos los demás pero,  por eso mismo, tenemos que encontrar una fórmula, un sistema, un camino nuevo para la democracia peruana. El diagnóstico está claro y lo compartimos muchos, pero el tratamiento, la receta, la vía de solución –distinto e imperfecto, pero digno y útil-, todavía no lo hemos encontrado.