Corría el año 1848 y unos jóvenes Marx y Engels sentenciaban -con provisoria exactitud- que el fantasma del comunismo venía recorriendo ya toda Europa. Así es, precisamente, como daban inicio al Manifiesto Comunista, quizá el tratado político que más influencia haya ejercido en toda la historia de la humanidad contemporánea y cuyo propósito no era otro sino el de exponer didácticamente los planteamientos del “socialismo científico”, el mismo que avizoraba el inexorable triunfo del comunismo por todo el mundo.
Pese a su ferviente activismo -inherente a su programa desde que Marx hubiese enunciado la undécima tesis sobre Feuerbach-, ninguno de los dos viviría lo suficiente como para ver como sus ideas eran llevadas a la praxis. Estas les sobrevivirían por mucho: todo el siglo XX sería testigo de ello. No en balde llegó a decirse que dicha centuria comenzó apestando a azufre, pues ya el diablo andaba suelto.
Estos días están por cumplirse, justamente, cien años de la primera puesta en práctica de esa vocación por la carnicería llamada comunismo. Los cuantiosos experimentos sociales que bajo su nombre se llevaron a cabo solo sirvieron para inferir una conclusión que hoy difícilmente puede ser puesta en duda: en todo lugar o tiempo donde el comunismo se practique fielmente la barbarie y deshumanización de la vida se encuentran aseguradas.
Un breve repaso de las principales aventuras políticas comunistas debe permitirnos corroborar el aforismo planteado:
El primer experimento comunista -del que ya hicimos mención- se daría en la Rusia zarista, un estado eminentemente agrícola y rural. Como en casi todo país europeo existía en la Rusia de 1917 un partido socialista, el Partido Obrero Socialdemócrata de Rusia. Luego de que el ala moderada del partido -menchevique- ejerciera el poder desde febrero de ese año, en Octubre -Noviembre, en realidad- Lenin tomaría el poder de la mano de los radicales bolcheviques. Desde entonces el ensañamiento no se haría esperar: la guerra civil de la mano del terror rojo azotaría primero al país, solo para ceder luego la posta a hambrunas -véase el caso Holodomor-, trabajos forzados -de la mano del hoy ya conocido organismo denominado Gulag-, incontables purgas hacia enemigos políticos y de clase, deportaciones masivas e, inclusive, casos de canibalismo como el de la tragedia de Nazino. El saldo de víctimas aproximado sería de veinte millones de muertos.
En las décadas siguientes el comunismo marcharía hacia las naciones asiáticas del este. La próxima víctima sería la República de China, otro país marcadamente atrasado y de producción también principalmente agrícola. Luego de años de guerra civil entre comunistas y nacionalistas, y de una segunda guerra con los japoneses -que había dejado apocalípticas bajas y espantosos crímenes de guerra como el de la masacre de Nankín-, Mao se haría finalmente con el poder en Octubre de 1949. Sin embargo, las calamidades no cesarían. Luego de asesinar entre uno o dos millones de enemigos “contrarrevolucionarios” -fundamentalmente campesinos-, Mao emprendería la que bien podría ser la mayor hambruna de la historia con su “Gran Salto Adelante” -1959 a 1961-, cuyo número de víctimas se estima en treinta millones. Asimismo, como no podría ser de otra forma, los asesinatos políticos tampoco podían faltar dentro del propio partido comunista chino: con su “Revolución Cultural” Mao exterminaría a todo aquel que a su juicio representaba un traidor a los ideales revolucionarios. En suma, las víctimas hasta antes de que Mao deje el poder se estiman en no menos de sesenta y cinco millones de muertos.
Siguiendo su itinerario asiático, el ideal comunista llegaría a Corea del Norte. Es difícil acercarnos a sus hechos con exactitud, dado que aún hoy permanece en el poder una dictadura comunista totalitaria extremadamente hermética. Sin embargo, aquí algunos de los estandartes de la historia norcoreana desde que Kim II Sung tomase el poder: doscientos mil muertos por la guerra con los surcoreanos, cerca de cien mil sentenciados a muerte -pena común en el código penal norcoreano-, múltiples hambrunas -la última registrada de 1995 a 1998 reportó un estimado de trescientos mil muertos- y campos de concentración en las denominadas “zonas de dictadura especial” donde -se dice- los prisioneros hacían lo posible por si quiera comer gusanos y ranas. Se estima -nuevamente enfatizamos que no con certeza- que las víctimas del comunismo en Corea del Norte llegarían al millón doscientos mil -y contando-.
Mención aparte merece el caso de Camboya por ser el mayor genocidio comunista proporcionalmente hablando, además de haberse realizado en un lapso de tiempo relativamente ínfimo. Durante los cuatro años -1975 a 1979- que Pol Pot se mantuviese en el poder de la denominada “Kampuchea Democrática” se estima que murieron dos millones de camboyanos, lo que significa que el líder de los Jemeres Rojos habría sido responsable de la muerte de uno de cada cuatro de sus connacionales. Caracteres propios de la barbarie jemer fueron su afán de retroceder en el tiempo hacia un época rural -apenas tomado el poder, Pol Pot ordenaría el abandono de las ciudades y, meses después la abolición del dinero- y su marcado racismo -expresado en las limpiezas étnicas con las que exterminaron a chinos, laoenses, vietnamitas y demás-, los mismos que ayudan a explicar su especial salvajismo dentro del ya violento ideario comunista.
Finalmente, no podemos dejar de mencionar los casos latinoamericanos, especialmente a Cuba y Perú. Respecto al primero nos enfrentamos nuevamente ante data incierta, dado que el régimen comunista de los Castro aún hoy detenta el poder, sin embargo se estima que no menos de diez mil personas han sido víctimas directas del régimen -fusilados de modo judicial o extrajudicial-, muchos otros murieron intentando huir de la isla o terminaron encarcelados por motivos políticos o incluso personales: el caso de la UMAP “reeducando” homosexuales y el plan “Camilo Cienfuegos” para trabajos forzados son especialmente aberrantes. Respecto al segundo la data es mucho más cierta aunque no menos escalofriante: sesenta mil muertos producto de las acciones revolucionarias y contrarrevolucionarias. Si bien, a diferencia de Castro, Guzmán y Sendero Luminoso no llegarían a tomar el poder, sus despiadadas prácticas compensarían con creces la carencia. Solo a manera de ejemplo traemos a la memoria el asesinato de siete apristas, los mismos que fueron mutilados antes de ser asesinados: cortaron sus orejas y lengua y reventaron sus ojos.
No pretendemos omitir el resto de calamidades cometidas en nombre del comunismo. De modo meramente enunciativo podemos añadir los casos de Vietnam, Laos, Nicaragua, Yugoslavia y Afganistán. Creemos, sin embargo, que con lo señalado es más que suficiente para recordar que el fantasma del comunismo que hoy muchos ensalzan a cien años de la revolución rusa se encuentra empapado de sangre y brutalidad. No hay, pues, nada que celebrar aunque sí mucho que recordar. Después de todo, como decía Todorov, la memoria debe ganar a la nada aun cuando la vida haya perdido contra la muerte.
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