El hábito no hace al monje, por Angello Alcázar

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Desde tiempos casi inmemoriales, los sacerdotes han ocupado un lugar privilegiado y hasta venerado en las sociedades occidentales. Aún en nuestros días —en medio de múltiples manifiestos progresistas en contra del conservadurismo más hermético— los feligreses católicos creen que aquellos sobre los que recae el peso del sacerdocio actúan in persona Christi (es decir, “en la persona de Cristo”). El pasado 18 de mayo, la histórica renuncia de los 34 obispos chilenos debido a su negligencia al abordar un penoso legado de abuso sexual de menores, hizo que la comunidad internacional volviera a enfocarse en una práctica que ha sido tan cuestionada y que, sin embargo, continúa manchando la reputación de la institución religiosa que cuenta con más fieles en el mundo.

Según Gerard O’Connell, un experto en asuntos del Vaticano, el haber dado este paso sugiere que los obispos chilenos finalmente han comprendido que el papa Francisco quiere atender estos escándalos con la firmeza y severidad que merecen. Sin duda, esta es la peor crisis por la que ha pasado la Iglesia Católica en nuestro país vecino y, a pesar de que la respuesta ha sido fundamentalmente favorable, la verdad es que si el papa no materializa sus promesas en medidas concretas, todo terminará en pura retórica.

Esta renuncia masiva de obispos es relevante por partida doble. Por un lado, como sostiene la periodista Elisabetta Povoledo, constituye la primera de su clase; de otro lado, arroja luces sobre la generalización del encubrimiento (un fenómeno que es aún más alarmante que el abuso mismo). En el volátil terreno del siglo XXI, en el que iniciativas como el movimiento “Me Too” dominan la esfera pública, los casos de abuso sexual cometidos por representantes de la Iglesia reciben una cobertura mediática sin precedentes. Es necesario reconocer las implicancias de esto último, sobre todo cuando este tipo de abuso ha estado en la conciencia pública desde hace ya varias décadas.

Ahora bien, el 11 de abril el papa Francisco hizo una serie de graves acusaciones en contra de la jerarquía eclesiástica chilena, entre las cuales resaltan una falta de iniciativa al momento de indagar en los detalles de las denuncias, el haber permitido que parte de la evidencia fuera destruida, así como el haber transferido a sacerdotes de parroquia en parroquia para ocultar sus reprochables actos. Acto seguido, la Iglesia contrató a dos investigadores que entrevistaron a más de 60 individuos y luego escribieron un reporte incriminatorio de alrededor de 2300 páginas. Dada la complejidad de la crisis, el líder de la Iglesia convocó a los obispos a una reunión de tres días en el Vaticano. A partir de esta decisiva congregación, el papa ha ido aceptando las dimisiones de los religiosos a cuentagotas (las últimas dos han sido las de los obispos Goic Karmelic y Valenzuela Abarca, el 28 de junio).

Hoy por hoy, queda claro que, en realidad, fue la defensa pública que hizo el papa de Juan Barros Madrid —un obispo que ha sido criticado hasta el hartazgo por negar el historial de abuso sexual perpetrado por el sacerdote chileno Fernando Karadima— lo que dio lugar a los aires de inestabilidad que se respiran en el corazón de la institución. En lugar de asegurarle al pueblo chileno que la Iglesia implementaría medidas para combatir la pedofilia y el abuso, Francisco dejó tanto a sus seguidores como a sus detractores en una suerte de limbo. Además, al ser confrontado por la prensa, el sumo pontífice señaló que solo hablaría el día que alguien le trajera pruebas contundentes contra Barros; pero que, en suma, no había ninguna evidencia porque todo el asunto estaba basado en puras calumnias. De hecho, los sistemas de justicia civil y eclesiástico le han atribuido numerosas incidencias de comportamiento depredador al reverendo Karadima en los años ochenta y noventa.

Desde el punto de vista de Benito Baranda, psicólogo y uno de los coordinadores de la gira del papa en Chile, la Iglesia desde un inicio se negó a creerles a las víctimas de Karadima. Asimismo, Baranda compara la situación de los demandantes a lo que ocurre cuando nadie les cree a los niños que han sido abusados por el simple hecho de ser niños. Así pues, no debe sorprender que la presencia del obispo Barros en las actividades del papa durante su visita a Chile en enero haya causado gran indignación entre los chilenos del común. Después de todo, estamos hablando de un país en el que el número de católicos ha disminuido exponencialmente, pasando de 73% en el 2007 a 45% el año pasado.

Frente a esta realidad, ¿cómo mantener la fe en una institución cuyos principales miembros violan los mismos valores que profesan detrás del púlpito? El abuso sexual a menores de edad ha sido parte de la historia de la Iglesia Católica por un largo, largo tiempo. Sin embargo, fue solo en la década de los ochenta cuando los periódicos y revistas comenzaron a prestarle una mínima atención a las imputaciones que se sucedían como palomas mensajeras en contra de los sacerdotes. Como ocurre con todos los crímenes, los casos que conocemos se ven permanentemente opacados por aquellos que ignoramos. Desde el pedófilo padre Kit Cunnigham en Tanzania hasta los execrables abusos de Luis Fernando Figari en el Sodalicio, la exposición a los medios ha puesto de relieve el nivel de corrupción canónica que ha alcanzado la Iglesia. Pero no es suficiente. Con las antiquísimas estructuras vaticanas que cada día demuestran su incapacidad de compaginarse con la realidad del siglo XXI, lo único que se le pide al papa y a los sacerdotes es coherencia. Porque, como reza el antiguo refrán, el hábito no hace al monje.

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