La noche transcurría serena, la luna llena nos había regalado su luz y la mar lucía tranquila. A poca distancia de nuestro monitor nos seguía la corbeta Unión, también navegando sin novedad. Por mi parte, no tenía sueño y por alguna extraña razón, sentía cierta angustia e intranquilidad. El capitán Grau descansaba en su camarote, o al menos eso me dijo cuando lo vi antes de la media noche. Se le veía cansado y un poco tenso. Se que no se sentiría tranquilo hasta que lleguemos al Callao para repostar carbón y hacer algunas urgentes reparaciones. Me encontraba en la proa del monitor. Siempre me gustó pararme aquí y contemplar frente a mí el inmenso océano y ver como el espolón de nuestro famoso monitor rompía las aguas como un cuchillo. Ver todo ello me relajaba. Y digo famoso porque desde que zarpáramos del Callao hace unos meses cuando estallara la guerra a principios del mes de abril, nuestro humilde monitor Huáscar se había ido cubriendo de gloria de a pocos. Primero en Iquique, el recordado 21 de mayo pasado, hundiendo a la famosa corbeta Esmeralda, en donde muriera su comandante, Arturo Prat, que luego me enteré resultó ser un amigo de nuestro capitán desde muchos años antes de la guerra, desde la guerra con España en 1866. Alguien me contó que luego del combate, Grau le envió una hermosa carta de pésame a su viuda con las cosas personales de Prat, entre ellas, su espada, arma noble a la cual Grau tenía todo el derecho de conservar como botín de guerra, pero había decidido devolvérsela a la viuda. Así de noble era Grau. Luego vendrían las famosas “correrías” del Huáscar. ¡Fuimos el terror de la poderosa armada chilena! No podían con Grau y el Huáscar. Nos asomábamos a los puertos chilenos y los bombardeábamos, siempre cuidando que fueren blancos militares, nunca civiles. Todo lo contrario de la flota chilena que bombardeaba blancos civiles como lo hicieron con la ciudad de Iquique. El Huáscar estaba en todas partes. Ora un día se encontraba en Antofagasta, ora otro día frente a Valparaíso y sabe Dios donde estaría ahora. Los periódicos chilenos de mofaban de su propia armada y admiraban las correrías del Huáscar, la gran habilidad y astucia de su comandante, despertando la admiración de todos. Grau se conocía todos los recovecos y caletas escondidas del litoral no solo peruano, sino del boliviano y del chileno mismo. ¡Cuántas veces escondió calladamente al monitor en una discreta caleta mientras veíamos a lo lejos pasar a la flota chilena con sus grandes blindados! Aun recordaba la captura del transporte chileno “Rimac” en donde capturamos nada menos que al escuadrón de Caballería Carabineros de Yungay N°1 de 258 plazas, 215 caballos, un cañón de a 300 libras, 300 rifles Comblain II con 200 mil tiros, algunas carabinas Winchester, pertrechos, víveres, carbón, forraje, útiles para la ambulancia, dinero y la correspondencia oficial; botín que un año y meses más tarde el Tribunal de Presas valorizaría en 65,216 libas esterlinas. Esta captura causó conmoción en Chile.
Aún recuerdo la cara de felicidad del capitán Grau y de sus oficiales. ¡Cuántos recuerdos por Dios se me vienen a la memoria! Dentro de poco amanecerá y aun así no quiero descansar. Estoy mejor aquí que en mi coy o hamaca. Me sentía muy bien hasta que… todo terminó de repente. Nos encontrábamos frente a las costas de Antofagasta, siempre rumbo norte, cuando el vigía desde el carajo dio aviso de tres humos que se desplazaban desde el norte hacia nosotros. Comenzaba a amanecer, pero pese a la ligera niebla, desde donde yo estaba aún no podía ver nada con nitidez, hasta que los vi. Poco a poco se fueron haciendo más claros sus perfiles. Se trataban del Blanco Encalada, la Covadonga y el Matías Cousiño. Bajé corriendo al camarote del capitán. Lo acababan de despertar. Se estaba vistiendo y haciendo la corbata. Dio orden de maniobra evasiva en zigzag hacia el sudoeste a toda máquina. Pasaron unas tres horas y los tuvimos a unas ocho millas de buena distancia. Sin embargo, a eso de las 7.15 de la mañana divisamos otros tres humos que provenían del noroeste, precisamente hacia donde nos dirigíamos nosotros. Grau ordenó inmediatamente virar hacia el este y aumentar velocidad. Pero el cerco se fue estrechando, nos iban acorralando de a pocos, el Cochrane, más rápido que el Huáscar nos fue alcanzando hasta ubicarse a escasos kilómetros de nosotros. La O’Higgins y el Loa empezaron a cortarle el paso a la Unión. Grau ordenó virar al norte, pero ya no tenía sentido alguno. La trampa en que había caído el Huáscar se cerraba. Fueron segundos muy tensos en donde el capitán Grau, parado a mi lado cerca de la torre de mando, pensaba rápidamente la mejor decisión a tomar. Lo vi sacar del bolsillo interior de su uniforme una fotografía. Pude ver que era la de su esposa Dolores con sus hijos. Luego sacó una estampita. Era una de Santa Rosa de Lima, de la cual sabía que era muy devoto. Me miró por un momento, y me dijo: “Tómela, guárdela mejor usted. No deje de rezarle de vez en cuando”. Su mirada era triste pero decidida. Como que hizo un amago de sonrisa. Luego miró hacia los buques chilenos que se cercaban. Su rostro se fue endureciendo y transformando en un todo de fiereza, decisión, coraje, entrega total y me ordenó lo siguiente: “Que la Unión siga a toda máquina hacia Arica, que escape como pueda, es mas rápida que los buques chilenos. Lo logrará”. Transmití rápidamente la orden. A continuación, ordenó: “zafarrancho de combate. Que se hice el pabellón nacional de guerra”. Así se hizo. Cuando me acerque nuevamente a él, a punto de introducirse en la casa mata de metal de la torre de mando, me detuvo en seco y solo me dijo lo siguiente: “Vaya abajo muchacho. No debes quedarte aquí. Tu padre no me perdonaría que te quedaras aquí conmigo. Espérame en mi camarote hasta que todo termine… ¡Ah!, si puedes, por favor, reza una oración por todos nosotros”. Luego me dio la mano con firmeza. Se volteó, extrajo su sable de la vaina y se introdujo en la torre de mando, preparándose para dar las ordenes de combate a su oficial Diego Ferré.
Fue la última vez que lo vi. Iniciado el combate a las 9.25 de la mañana con una andanada del Huáscar contra el Cochrane, luego el monitor fue poco a poco rodeado y masacrado literalmente a cañonazos por doquier. A eso de las 9.50 un proyectil de fragmentación del Cochrane cayó de lleno sobre la torre de mando, destrozándola y matando en el acto al capitán Miguel Grau y a Diego Ferré. Lo demás ya es historia. Grau sabía que era el final. Sabía desde que zarpó del Callao que tarde o temprano su destino estaba trazado. Pero el héroe es aquel que sabiendo que su destino está determinado y que lo tiene todo perdido, siente miedo y hasta soledad, pero se sobrepone y lucha por lo imposible y muere en ello por su patria. Así son los héroes, así era Grau. Definitivamente, esa mañana del 8 de octubre de 1879 el Huáscar alcanzó la gloria…