Marcos Camacho, alias Mancola, máximo dirigente de una organización criminal de Sao Paulo, Brasil, denominada Primer Comando de la Capital, ha declarado hace poco al diario O Globo: “yo soy una señal de estos tiempos”. Y al final: “Ustedes sólo pueden llegar a algún suceso si desisten de defender la ‘normalidad’. No hay más normalidad alguna. Ustedes precisan hacer una autocrítica de su propia incompetencia. Pero a ser franco, en serio, en la moral. Estamos todos en el centro de lo insoluble. Sólo que nosotros vivimos de él y ustedes no tienen salida”.
Mancola afirma que la normalidad ética ha dado paso a la corrupción generalizada. Se refiere a la delincuencia común y a la corrupción política. Si un criminal como él invoca una solución radical para volver a una vida tranquila, con mayor razón hay que invocar a una medida definitoria si se trata de la lacra del narcoterrorismo que subsiste en Colombia, México y Perú, por citar solamente tres países. Así lo entendió Fujimori, que de 1992 a 1995 redujo drásticamente el terrorismo en el país, pero no pudo con el narcoterrorismo de la sierra central, como él mismo me dijo en una entrevista que le hice en 1992. En tres años acabaré con el terrorismo pero el narcotráfico depende de acuerdos y decisiones internacionales, fue más o menos lo que declaró.
En los últimos diez años los gobiernos de Alan García y Ollanta Humala han gastado 6,500 millones de soles en la pacificación del valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM), sin que se haya logrado una mejora significativa. Con índices de pobreza que oscilan entre el 31% y 57%, 600 mil habitantes de la zona están entre la espada y la pared, entre tres ríos que los unen a la civilización pero al mismo tiempo a la explotación inmoral de la droga.
El narcoterrorismo goza de buena salud. Mancola sabe que si no se toma la decisión de erradicar las actividades de producción, distribución y comercialización de la pasta básica de cocaína, el terrorismo tendrá fuentes de ingreso para seguir imponiéndose a sangre y fuego. El temor de este gobierno a parecer autocrático, por un lado, y la oposición de los caviares (ya que una lucha real va contra lo políticamente correcto) hace que se mantenga este foco de putrefacción nacional. Pensemos que, en la misma década, según comparación de El Comercio, el presupuesto del VRAEM ascendió a casi siete veces el monto asignado al Ministerio de Educación.
La solución no es, por tanto, la falta de dinero. Tampoco la falta de profesionalidad de militares y policías, demostrada en la lucha contra Sendero Luminoso y contra el MRTA. Lo que falta es una decisión política, por el miedo de los gobernantes a ser acusados después de romper el orden constitucional y de haber atropellado los derechos humanos. Este tipo de puritanismo atenta contra la paz y la seguridad ciudadana, el principal problema que tendrá que abordar el próximo gobierno.
Entre las bombas en Ayacucho y las bombas en Tarata hay mucha diferencia: el eco mediático. En Lima, se habla del problema de las rejas que impiden el tránsito, por culpa de vecinos con dinero que han pagado para cerrar el paso a inocentes y culpables, el 95 % sin permiso municipal. Y el 5% que tiene permiso ha usado normalmente la vara con el alcalde para conseguirlo, porque el tema trae cola: va descaradamente contra el derecho universal a la libre circulación de las personas. En otras palabras, el grado de peligro en Lima es uno y en Ayacucho, Apurímac, Huancavelica, Junín y Cuzco, donde está el narcoterrorismo, es otro. No medimos a todos los peruanos con la misma vara.
Se expresa el desaliento ciudadano en la desaprobación del Estado: según un estudio de Quipus Politik, 27.8% tiene un rechazo total; 18.0% uno parcial; 15.9% siente indiferencia, neutralidad, que subjetivamente expresa un acercamiento a la informalidad; un 13.9% manifiesta una confianza parcial y un 24.4% afirma una confianza total en el Estado. La tarea del próximo gobierno es elevar sustancialmente ese 38.3% de confianza parcial o total a por lo menos un 51%. Para eso, tiene que pacificar el VRAEM.