¿Eliminar el indulto?, por Daniel Masnjak

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Hace unas días se publicó aquí una columna relacionada con la falta de claridad de Keiko Fujimori respecto a si indultaría a su padre. Más allá del caso particular del expresidente, se puso en cuestión la existencia de las gracias presidenciales, pues “¿Quién es el Presidente para indultar? ¿Se cree Dios? ¿En base a qué indultaría y conmutaría penas? ¿Para qué se condenó al delincuente entonces?”. Para el autor, habría que eliminar la facultad presidencial de otorgar gracias a reos.

Al margen de la historia y los orígenes del indulto y la conmutación de penas, presumo que nada democráticos, lo cierto es que se trata de figuras de tipo político, como es también el caso de las amnistías que puede dar el Congreso de la República. Si el Presidente tiene, desde nuestra primera Constitución, la facultad de dar ciertas gracias, es por ser jefe y representante del Estado, o sea, un actor político elegido por voto popular. Lo mismo ocurre con el Congreso. Las facultades en cuestión, como el resto de sus atribuciones en realidad, se sostienen sobre la base de una presumida representatividad. Después de todo, son los ciudadanos quienes escogen a las personas que ocupan esos cargos.

Dadas las características de las instituciones peruanas, es evidente que la representatividad presidencial, y mejor ni mencionar la parlamentaria, es una ilusión que dura apenas unos meses tras el primer mensaje a la Nación. No puedo negar que es una poderosa razón para pedir la eliminación de la figura del indulto. Puede argumentarse que no hay condiciones para darle tamaño poder a nuestras autoridades, pues en la práctica su conexión con los ciudadanos que las eligieron tiende a diluirse. Sin embargo, la crítica actual a las facultades presidenciales (que se entiende aplica también para la amnistía) no va por ese lado.

Si el poder del Presidente se sustenta sobre la base del voto popular, entonces la facultad para indultar también. Por tanto, cuestionar la existencia misma de dicha facultad implica cuestionar que los ciudadanos puedan dar a alguien, que no sea un juez, el poder para liberar o conmutar la pena a un reo. De modo que el tema de fondo parece no ser más que otra raya en el tigre de la tensión entre política y Derecho, que es también una tensión entre el poder de la ciudadanía y el de los “operadores del Derecho”, si cabe el término.

Esa tensión no es poca cosa. No creo ser el único al que le parece un poco raro ver cómo en los últimos años, en otros países, unos abogados por los que nadie votó deciden desde el banquillo (“from the bench”, como dirían los gringos) qué es el matrimonio, quiénes pueden adoptar niños, si una drogEa es legal o no, etc. No importa en qué facultad de Derecho hayan estudiado, si en Pando o en Harvard, ningún curso hace a los jueces de cortes constitucionales más capaces que cualquier otra persona para decidir cómo debe ser el país en el que viven. Es una premisa propia de una democracia, sino, que vengan Platón y el gobierno de los filósofos.

Como ya se mencionó, en el tema del indulto la tensión entre política y Derecho también está presente. Efectivamente, tener una figura de ese tipo le quita poder al sistema judicial, porque no todas las condenas que emite se purgan por completo. Pero, ¿acaso es ese el principal problema del Poder Judicial en el Perú, que el Poder Ejecutivo le saca la vuelta? ¿La gente vive indignada porque una enorme cantidad de reos con sentencia firme son indultados? De ningún modo. Los ciudadanos viven angustiados por la corrupción, la lentitud y la impunidad, que es la falta de castigo, no el perdón generalizado a quienes ya se les condenó a uno.

Dado que el argumento de la supuesta “justicia paralela” que apuñala por la espalda al alicaído sistema judicial no opera (pues, en todo caso, no prueba que se deba eliminar el indulto, a lo mucho exige reformarlo), lo que queda en pie es la pregunta: “¿Para qué se condenó al delincuente entonces?”. En mi opinión, detrás de esa pregunta está la pretensión de que las sentencias de los jueces deberían ser la última palabra en cuanto a la Justicia, con mayúscula.

Sin embargo, ¿acaso no hay factores ajenos a la ley que deben ser tenidos en cuenta para hacer Justicia, como la salud o la proporcionalidad de la pena? Creo que la respuesta es sí y creo también que, por muy doctos que puedan ser los jueces en cuanto a las leyes, su falibilidad puede ser considerable en cuanto a esos aspectos ajenos a la ley. Donde haya un marco para la discrecionalidad del juez, debe haber alternativas políticas que la ciudadanía pueda aplicar, como el indulto o la conmutación, sin perjuicio de que los procedimientos vigentes deban ser perfeccionados.