Empoderar en un mundo plano, por Álvaro Martínez

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La segunda película del estadounidense Matt Ross es una invitación para contemplar las falencias y decorativas bondades de una forma de vida que no ha escatimado esfuerzos en perfilarse universal.  Leído distraídamente en una lista de estrenos, el título del film, Captain Fantastic, podría pasar como uno de esos blockbusters monstruosos que acaparan las expectativas y las carteleras a lo largo del año y que se han hecho más frecuentes cada vez; y nos tendría tal vez pensando qué retorcido y omnipotente villano este “Capitán Fantástico” deberá enfrentar.  El reconocimiento que la película le valió a su director en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, sin embargo, empieza a sugerir algo distinto.

Largamente errada en un sentido, pues, la premisa no termina de ser descabellada.  Y es que Ben, la identidad detrás del “Capitán”, se enfrenta ciertamente a un enemigo portentoso y absoluto, pero que no está personificado en una criatura sino que es algo mucho más abstracto: un sistema.  Él y su esposa Leslie deciden iniciar su familia de forma alternativa, adentrándose en un bosque y escapando de la voracidad del mercado. Esa vida, sin embargo, asoma sus propias dificultades desde lo incontrolable: la sensibilidad de cada uno de los miembros de la familia.  Las reflexiones y tensiones que seguramente cobija cada uno alrededor del aislamiento encuentran detonante cuando Leslie, la madre, muere, obligando al resto a enfrentarse a ese mundo “real” que conocen, sobre todo, a través de libros.

Antes de que el desencuentro se haga patente, resulta notable lo que Ben y Leslie han conseguido con sus seis hijos.  Su modelo de vida se instala como uno de cultivo del cuerpo, de la mente y del entorno, en que los límites del ocio y del trabajo se difuminan en rutinas, roles y ritos que se orientan todos en la construcción de mejores seres humanos, que entienden de anatomía, pueden escalar, defenderse, leer y discutir lo mismo sobre Dostoievski, el Estado de derecho o física cuántica.  Se trata pues, de jóvenes, adolescentes y niños excepcionales, con un potencial físico, cognitivo y hasta moral mucho más estimulado y desarrollado que el de cualquiera en el sistema educativo convencional, esto a través de la desvirtuación de tabúes y la confianza plena en sus capacidades por parte de sus padres (una discusión que mantienen acerca de “Lolita”, la novela de Vladimir Nabokov, es bastante ilustrativa en ese sentido).

A pesar de toda esa preparación, en el contacto con el otro mundo se los ve torpes.  Y aunque resulta pintoresco y gracioso da lugar a cuestionar la pertinencia de ese prolongado aislamiento.  Esa privación aflora en el pequeño viaje que hace la familia.  Ben tiene una postura hacia ese mundo, como la tenía Leslie, y es una de rechazo e ironía, se mofa de sus instituciones, de su comida, de su educación y festividades, y no es desde la pura contemplación sino que se trata de un mundo que ha habitado y del que voluntariamente se ha separado.  Con sus hijos es una situación distinta, tienen un conocimiento teórico del mundo, pero son ajenos a sus maneras.  A pesar de sus cualidades excepcionales son terriblemente inocentes en ese entorno, porque se han formado para un mundo que no existe mucho más allá de los bosques que habitan.  Como suele suceder, las respuestas definitivas prueban su carácter equívoco.

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