Ennio Morricone: el maestro, por Jorge Luis Godenzi
«Para quienes la vida es un baile carente de sentido donde la dicha es lo insólito, el sufrimiento, lo cotidiano; persuadidos también de que serán desalojados por el tiempo y la historia, la música de Ennio Morricone induce a pensar que están equivocados.»
Para quienes la vida es un baile carente de sentido donde la dicha es lo insólito, el sufrimiento, lo cotidiano; persuadidos también de que serán desalojados por el tiempo y la historia, la música de Ennio Morricone induce a pensar que están equivocados.
Fue uno de los grandes compositores del siglo XX que ha dado motivo para ser optimistas. Toda la belleza de sus melodías de variaciones inauditas, que pareciera reproducir la música de las esferas, es lo que permite facilitar la liberación de aquella servidumbre del tiempo y de la angustia existencial convocando a participar de una eternidad afincada en algún lugar del universo que podríamos llamar paraíso.
El 6 de julio Ennio Morricone cumplió tres años de su partida a ese paraíso. Fue el pionero de un lenguaje que no existía en el cine. Su música desde entonces dejó de ser un acompañamiento para pasar a ser el hilo narrativo del filme.
Melodista original, compositor descollante con una descomunal influencia en la música popular y docta. Sus melodías memorables de este genio italiano expresaban en el cine lo que las palabras, imágenes y diálogos no podían transmitir.
De una aguda exigencia estética, sus cadenciosas partituras ayudaban a comprender el paisaje cinematográfico donde la vida y el tiempo podía volverse miles de veces a nuestro mundo interior, como aguijón que en cada secuencia del filme estremecía el alma del extasiado espectador.
Fue un católico militante muy convencido. Cada mañana, al levantarse muy de madrugada lo primero que hacía era rezar una hora ante una imagen de Cristo. Añadía que ser creyente implicaba ser ferviente de Dios y del prójimo, pero además ser una persona honesta, desprendida y respetuosa de los demás. Con su amada y devota esposa María Travia educó y acostumbró a sus cuatro hijos a esa benevolente práctica religiosa.
También meditaba hondamente sobre la relación entre Dios y la música. La música, decía Morricone al borde de sus 92 años es la única maestría que nos acerca verdaderamente al Padre eterno y al paraíso. Es una geometría acústica capaz de descifrar el misterio del mundo trasladando al corazón humano el inaccesible puente que pueda hacer posible que el alma comulgue con los destellos misericordiosos de Dios.
Ennio Morricone empleaba instrumentos no convencionales como el birimbao, la armónica amplificada, las trompetas de mariachi, el cuerno inglés o la ocarina, un antiguo instrumento chino con forma de huevo.
Asimismo, su música iba unida a sonidos reales como silbidos, chasquidos de látigos, disparos, pasando por el repicar de campanas y sonidos inspirados en animales salvajes como los coyotes.
Este afamado italiano nacido en la ciudad de Roma no solo compuso 520 bandas sonoras sino también música sinfónica y arreglos para canciones populares. Trabajó con directores de la talla prócer de Pier Paolo Pasolini, Bernardo Bertolucci, Giuseppe Tornatore, Brian De Palma, Román Polanski, Oliver Stone, Pedro Almodóvar, Roland Joffé. Obtuvo innumerables discos de oro y platino, y logró su primer Oscar a la edad de los 87 años por la banda sonora de “Los odiosos ocho”, de Quentin Tarantino.
Más allá de las hermosísimas melodías de Cinema Paradiso; El bueno, el malo y el feo; Malena; Érase una vez en América o Por un puñado de dólares, hay una vibrante composición sobre la película: La misión. El mismo Morricone detalló que vio esa película sin música, y le hizo llorar. «Tenía delante de mí al director y a los dos productores y les dije: «No, yo no la hago, es preciosa así”. Estuvo llorando media hora. Y los productores insistían. Hasta que tuvo que ceder.
Trabajó ardua y meticulosamente con tres factores musicales que no podía de ninguna manera desatender en esa maravillosa cinta: el oboe del padre jesuita Gabriel, la música coral y la música étnica de los indios. El resultado fue verdaderamente un portento de belleza.
Este representativo maestro italiano tuvo una vida de origen humilde que siempre evocó con orgullo y mantuvo su modestia hasta el momento de enfrentarse a la muerte.
Son poquísimas las personas que sean capaces de hablar con tanta serenidad y sublimidad sobre la muerte presentida. Morricone escribió su propio obituario en el que dispuso, entre otras cosas, que sus funerales fuesen estrictamente privados, solo por una razón: no deseaba molestar o perturbar el día a nadie y menos a sus entrañables amigos. La discreción también fue una compañera de su grandeza.
Ennio Morricone, tuvo la enorme elegancia de despedirse de la vida y lo hizo con tan sobrecogedora calma, con una tan tranquila ansia de fundirse con Dios que estamos plenamente convencidos que encontrará un recinto inesperado, un reducto secreto donde el amor absoluto admita con beneplácito a este excepcional homo bonus.
No hay desdicha humana en que la vida y la muerte se entremezclen. Con una lágrima surge todo y con otra termina todo. Hay lágrimas al nacer y lágrimas al morir. Las hay de todo tipo, de gozo, de ternura, de despecho, de ira y dolor. Algunas son permitidas, surgen impulsadas por un legítimo deseo de llorar y hay otras, como es en este caso, que afloran sin haberlas querido, en el que desde este punto geográfico se asoman sentimientos de tristeza y admiración, cual si fuésemos los Totos (nosotros) situados en una majestuosa e imaginaria sala cinematográfica viendo lo que con tanta dedicación y destreza artística nos dejó este enardecido bienhechor de la humanidad que es Alfredo (Ennio Morricone) que seguirá siendo nuestro inseparable amigo, más allá de las coordenadas del tiempo y el espacio, es decir en aquel fantástico paraíso.