Es cuestión de percepción

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Muchos filósofos a lo largo de la historia se han aventurado a reflexionar y descubrir los orígenes y alcances de la arquitectura en cuanto a arte. No se pretenderá encontrar una definición propiamente a lo que ES la arquitectura (pues ciertamente la arquitectura no es solamente arte); sin embargo, resulta pertinente reflexionar sobre los alcances de ésta, es decir, si esta alcanza un nivel significativo en nuestra vida o si solamente se mueve en un nivel meramente conceptual, sin mayor significado para nosotros y nuestras vidas. Es evidente que tanto el arte, como la arquitectura, tienen un efecto, en primer lugar, de tipo subjetivo; además, cabe preguntarse: el artista o, en este caso, el arquitecto, ¿pueden controlar el significado que expresa su obra? y, además, ¿con qué finalidad lo haría?. Primero, antes de identificar las variables en la arquitectura y el lugar como agentes externos a la psicología humana, es importante establecer los alcances y limitaciones del proceso perceptivo humano. A partir de esto, luego se podrá establecer las posibilidades de plasmar cierto significado en la arquitectura, pues la creación de significados es un proceso intrínsecamente psicológico.

Cabe resaltar que la búsqueda por recuperar, de ser posible, el valor del significado en la arquitectura y estudiar sus posibilidades tendría el objetivo de ayudar al hombre a habitar, en el sentido que Martín Heidegger se refiere. Así mismo, cabe la pregunta, ¿por qué habría de ayudar al hombre a habitar?. No se puede dejar de asociar esta pregunta la realidad actual: ¿no es acaso que la histeria y el aumento de enfermedades mentales son expresión de este no saber habitar?, ¿la falta de significado y de vinculo con el lugar que se habita, no se expresa en la inseguridad, insatisfacción y sinsentido que se vive en la actualidad?. No se pretende que a través de nuestras conclusiones se establezca una fórmula para aprender a habitar, ni mucho menos, para alcanzar la felicidad; pero un hecho es evidente: el hombre se siente aislado en el cosmos, ya no se siente inmerso en la naturaleza y “ha perdido su emotiva identidad inconsciente” (Jung, 1995, p. 95) con los lugares que habita, es decir, que des-habita, pues la realidad accidental ha perdido sus repercusiones simbólicas. Esto se plasma concretamente en la arquitectura, donde muchos diseñadores han adoptado por una estrategia de persuación, de publicidad y de espectáculo: ya nada es sagrado, se ha desposeído todas las cosas de su misterio y numinosidad, y con ello, los edificios han perdido su profundidad y sinceridad existencial.

Lo que no se tiene en cuenta, llevados por motivaciones comerciales y lucrativas, es que existen aspectos inconscientes en nuestra percepción de la realidad. Es decir, “cuando nuestro sentidos reaccionan ante fenómenos reales, visuales y sonoros, son trasladados en cierto modo desde el reino de la realidad al de la mente. […]. Por tanto, cada experiencia contiene un número ilimitado de factores desconocidos”  (Jung, 1995, pag. 21). Es por ello que muchas veces nos experimentamos abrumados, sobrepasados por la realidad que con frecuencia es agresiva en sus estímulos; y sin darnos cuenta, ya repercute negativamente en nosotros. Esta acción de simbolización de la realidad, en este caso, en aspectos negativos, es tan sólo un aspecto de otro hecho psicológico importantísimo: “el hombre tambien produce simbolos inconsciente y espontáneamente en forma de sueños”  (Jung, 1995, p. 21), los cuales abordaremos posteriormente sólo en cuanto a sus expresiones artísticas contemporáneas.

Maurice Marleu-Ponty asocia este proceso de simbolización a categorías existenciales e incluso insinua algunas de tipo espaciales, al asegurar que “los fantasmas del sueño, los del mito, las imágenes favoritas de cada hombre o, en fin, la imagen poética, no están ligadas a su sentido por una relación de signo o significado como la existente entre un número de teléfono y el número del abonado; encierran verdaderamente su sentido, que no es un sentido nocional, sino una dirección de nuestra existencia”  (Merleau-Ponty, 1975, p. 300), y cuando nos referimos a una “dirección existencial”, nos referimos inevitablemente a categorías espaciales, pues nuestra existencia se desarrolla también en nuestra realidad concreta, se refiere a cómo habitamos. Christian Norberg-Schulz explica en estos términos la manera  como se asocia el hecho existencial psicológico al habitar concreto:

“Si deseamos interpretar esos resultados básicos de sicología de la percepción, en términos generales, podemos decir que los esquemas elementales de organización consisten en el establecimiento de “centros” o lugares (proximidad), “direcciones” o caminos (continuidad) y “areas” o regiones (cerramientos o cercados)”  (Norberg-Schulz, 1975, p. 20)

Más aún, experimentos psicológicos de la Gestalt demuestran que nuestro cuerpo y nuestra percepción nos piden siempre tomar como centro de “nuestro mundo” el paisaje en el que nos encontramos, aún cuando ese paisaje no es necesariamente el de nuestra vida cotidiana. Haré referencia a un ejemplo de Marleu-Ponty, adecuándolo a una realidad más cercana. Supongamos que salgo de Lima para retirarme a un lugar en búsqueda de tranquilidad como una playa en el caribe. Al comienzo extraño un poco a mis amigos, a mi enamorada. Pasada una semana empezaré a sentirme como en casa, comienzo a acostumbrarme y ese paisaje es ahora mi mundo. De pronto me llegan noticias de mi familia diciendo que los chilenos han invadido Lima. A pesar de que comencé a sentirme como en casa, ahora me doy cuenta que no pertenezco a este lugar. Es decir, “puedo estar en otra parte, aún quedándome aquí, y si se me retiene lejos de cuanto amo, me siento excéntrico a la verdadera vida” (Merleau-Ponty, 1975, p. 301). Nos vemos pues, siempre, en la tensión existente entre las categorías espaciales y existenciales; para habitar, es necesario hacer coincidir ambas: que estemos (y a “estar” me refiero al estado situacional de la totalidad de mi ser) verdaderamente en un lugar (tanto paisajistico como arquitectónico), y que ese lugar posea un significado para mí.

He ahí la importancia de que la arquitectura exprese un significado que me vincule a ese lugar, en palabras coloquiales, que me “haga sentir en casa”. Sin embargo, la complejidad de la percepción radica (y es en este ámbito donde empieza a tallar la labor del arquitecto como aquel que diseña para ayudar al hombre a habitar) en que mi experiencia existencial del lugar depende de cómo se da mi relación con el espacio y con las cosas: según la proximidad, continuidad, y cerramientos o cercados. Según Marleu-Ponty las dimensiones espaciales de anchura y altura parecen afectar la relación de las cosas entre sí sólo cuando la profundidad revela inmediatamente el vínculo del sujeto con el espacio. Sin embargo, asegura que la dimensión espacial “más” existencial de todas es la de la profundidad: por ella accedemos a un mundo. La profundidad, de manera más directa que el resto de dimensiones del espacio, nos obliga a rechazar los prejuicios del mundo porque “no se marca sobre el objeto, pertenece de toda evidencia a la perspectiva y no a las cosas[…]; anuncia un cierto vínculo indisoluble entre las cosas y yo por el que me sitúo ante ellas”  (Merleau-Ponty, 1975, p. 271). Mas adelante verémos como se vincula esto de manera concreta en el paisaje, por ejemplo, al contemplar el horizonte del mar o la multitud de capas aparentemente ilimitada, cada una más tenue que la anterior, de las montañas.

Existe pues, un complejo proceso que hace posible el habitar, que se inicia con la percepción del lugar en relación a los objetos, su orden, carácter y luz, por medio de todo nuestro ser corporal, ya que “la cabeza tampoco es el único lugar de pensamiento cognitivo, […] nuestros sentidos y todo nuestro ser corporal estructura, producen y almacenan directamente un conocimiento existencial silencioso” (Pallasmaa, 2012, p. 10). Cabe resaltar que el tiempo también es una variable que puede ser percibida pero que, a diferencia de las anteriores, no es concreta: es en esta dimensión donde se da la constancia y el cambio, y es en ella donde el espacio y el carácter constituyen una realidad viva. Estos fenómenos (“fuerzas naturales”) son abstraídos inconscientemente (simbolizados) y poseen ahora un significado[1]. Se han convertido en “contenidos existenciales”[2] cuyas cualidades bien pueden ser trasladadas a todos los ámbitos de la cultura de manera colectiva. En efecto, “cultura implica transformar las “fuerzas” dadas en significados que pueden ser trasladados a otros lugares”  (Norberg-Schulz, 1976, p. 170) y por ello, la cultura es el resultado del proceso de abstracción hacia la concretización, entre cuyas manifestaciones se encuentra la arquitectura.

Así pues, para materializar el significado en la arquitectura y poder ayudar al hombre a habitar, la experiencia del arquitecto debe basarse en “el lenguaje tectónico de la construcción y en la integridad del acto de construir para los sentidos. Contemplamos, tocamos, escuchamos y medimos el mundo con toda nuestra existencia corporal, y el mundo experiencial pasa a organizarse y articularse alrededor del centro del cuerpo”  (Pallasmaa, 2006, p. 66). La arquitectura es, sobre todo, una experiencia corporal total. Cuando nos identificamos, por medio del significado, con un lugar, un espacio, un momento, todos esas dimensiones de la realidad pasan a ser ingredientes de nuestra existencia. Es a través de nuestros sentidos como se da la relación hombre-naturaleza, y la arquitectura se convierte en “el arte de la reconciliación entre nosotros y el mundo”  (Pallasmaa, 2006, p. 72).


[1] “Sea lo que fuere el inconsciente, es un fenómeno natural que produce símbolos que tienen significado” en  Jung, K. (1995). El hombre y sus símbolos. Barcelona: Paidós Iberica, p. 102

[2] “Existential contents have their source in the landscape” en W. Hellpach, Gropsyche. Stuttgart, 1965; p. 192