Habemus chamba

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Estoy buscando trabajo desde octubre del año pasado. Ocho meses, veinticuatro horas de sesiones de información, veinte procesos de selección, cuarenta entrevistas, cuarenta horas más de preparación para tales entrevistas, cincuenta copas de vino y más de doscientos apretones de manos después, puedo decir que tengo un trabajo para el verano (el verano de acá, entre junio y agosto), y no podría estar más feliz con él. Esta experiencia sin duda ha sido muchas cosas, pero fácil no es una de ellas. Y lo digo partiendo desde el hecho de que nunca en mi vida he tenido que dedicar tantos recursos a buscar un empleo: el último mes, por ejemplo, la búsqueda de trabajo me comenzó a tomar casi tanto tiempo a la semana como las horas que estaría trabajando si ya tuviera uno (ironías de la vida).

Cuando empecé el MBA, muy segura de mí misma, tenía un plan perfecto (con fechas, plazos y nombres específicos de empresas) sobre lo que quería hacer con mi vida: “el verano acá, unos años más por allá, y luego me quedo con esta otra empresa y algún día seré CEO”. Rápidamente, mis planes se vieron destruidos por la realidad del mercado laboral. Y es que hay tantísimas más opciones que las que yo había considerado, que decidí que valía la pena explorar. Para ello, la universidad nos dio la oportunidad de ir a sesiones informativas de muchas industrias y empresas y así poder tomar una mejor decisión. A pesar de todo, yo decidí alinearme a mi plan inicial y apliqué a más o menos a diez empresas en la primera ronda de aplicaciones. Para fines de enero todas me habían dicho que no (algunas más amablemente que otras). Hoy, que lo pienso con un poco más de perspectiva, estoy sumamente agradecida por lo que aprendí en ese proceso.

No entendía que había pasado, qué había hecho mal… mi primer y único trabajo luego de graduarme de la Universidad de Lima lo conseguí en dos semanas. Un e-mail con mi CV a un amigo dentro de la empresa, dos entrevistas, un examen cortito y ya está. Ahora había invertido cuatro meses de cocktails tratando de enamorar a los “recruiters” y nadie me quería. Fue una semana difícil. Procesar la idea de que luego de tanto trabajo había que empezar de nuevo, redefinir la búsqueda, encontrar nuevas empresas y convencerlos de que vale la pena conocerte no es divertido. Más aún, volver a sentir lo abrumador de un proceso en el que tu entrevista sucede a la misma hora que la de 200 personas más (todos compañeros de clase, todos compitiendo contigo por el mismo puesto), donde literalmente te entrevistan en el cuarto de un hotel (porque es el único lugar con tantos cuartos) y minutos antes de entrar puedes ver a lo largo del pasadizo a todos los demás postulantes esperando igual que tú, todos en terno, todos igual de nerviosos… todas las puertas se abren y se cierran al mismo tiempo, dos minutos entre una entrevista y la siguiente, etc. Uno se siente chiquitito.

Para la segunda ronda de aplicaciones, decidí replantear mi búsqueda: quería una empresa donde el producto o servicio me apasione y en la que mi trabajo tenga un impacto directo en los resultados de la unidad. Sin darme cuenta, entre a un mundo mucho menos estructurado, donde muchas veces no habían “deadlines” y más bien uno a veces tenía que convencer a la empresa de crear un puesto para poder tomarte durante tres meses. Startups, asociaciones sin fines de lucro, empresas en la industria del entretenimiento, de todo. De este proceso salí bastante mejor parada con dos ofertas que, para ser sincera, me encantaban. No había mala decisión ahí.

Voy a trabajar durante tres meses en una de las grandes productoras en la industria musical, en Manhattan. Si me contaban esto hace tres meses no lo hubiera creído. Gracias a que me quedé sin opciones dentro del plan “tradicional” es que me atreví a intentar buscar algo en una industria que siempre había sido mi sueño pero que por falta de oportunidades y un poco de miedo nunca había intentado. Gracias al rechazo decidí arriesgarme y buscar lo que en el fondo de verdad quería. Se vienen tres meses de más aprendizaje.