Hace casi un mes tuvo lugar a nivel nacional la decimoséptima edición de la Marcha del Orgullo Gay. Como todos los años, miles de peruanos (en Lima, alrededor de 50,000) que pertenecen o apoyan a la comunidad LGBTI salieron a las calles de más de 14 ciudades del país para reclamar a los cuatro vientos los derechos de este sector tan vulnerable y ninguneado de nuestra sociedad, y expresar el amor propio que todo ser humano debe sentir, tal y como es. Asimismo, se trató de un homenaje a las pérdidas humanas que ha sufrido la comunidad, como sucedió aquel 31 de mayo de 1989 en que el MRTA acabó con las vidas de ocho jóvenes homosexuales y travestis que se divertían en una discoteca tarapotina.
Irremediablemente, salvo los participantes, muy pocos recordaremos información “de relleno” como los puntos de partida y de llegada en cada ciudad, la cantidad de asistentes, o los nombres de los famosos que estuvieron presentes. Pero si hay algo que debemos mantener indeleble en nuestras memorias es que, tras las variopintas y muy sentidas manifestaciones que caracterizan a la multitudinaria movilización alrededor del mundo, subyace una denuncia del corrosivo flagelo social al que son sometidos aquellos que no se suscriben a los estándares de las aplastantes mayorías.
De entrada, debo confesar que hace unos años, cuando el evento recién comenzaba a cobrar cierta notoriedad y –lo que es lo mismo en el Perú— a escandalizar, yo sabía poquísimo de la historia del movimiento pro-derechos LGBT. Al igual que otros hitos de la historia de los derechos humanos (tales como el sufragismo feminista y el movimiento afroamericano por los derechos civiles) no fueron sino los denodados esfuerzos de un puñado de individuos los que sirvieron de catalizador para empresas mayores.
Concretamente, a fines de junio de 1969, el pub neoyorquino “Stonewall Inn” (de ahí el nombre “los disturbios de Stonewall”) fue el escenario de la primera manifestación de la comunidad LGBT en contra de las redadas policiales que perseguían a sus miembros a lo largo y ancho del país. Pese a que eran tiempos bastante convulsos en Estados Unidos, las personas abiertamente homosexuales que frecuentaban el pub –como Emily Davison y Rosa Parks antes que ellas— decidieron desafiar el orden establecido. De no ser por ellas, hoy por hoy la homosexualidad continuaría siendo penalizada en gran parte del mundo y figurando en los gruesos libros de males psiquiátricos. Sin duda, el activismo, cuando es ejercido con responsabilidad, puede tener un efecto profundamente aleccionador, así como sentar precedentes favorables para el tan ansiado cambio que cada vez parece más cerca.
En el Perú, tenemos una Constitución Política que indica que “[n]adie debe ser discriminado por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquier otra índole” (Artículo 2°, Derechos Fundamentales de la Persona; la cursiva es mía). ¿Dónde quedó todo eso? Pues, en buena cuenta, nuestras interacciones demuestran con creces que aún no hemos madurado lo suficiente como sociedad para aplicar a cabalidad dicho principio rector, sin distingos y encaprichamientos de último minuto. Tan sólo hace falta ojear la lluvia de aberrantes comentarios que empapa cada publicación alusiva a la condición de la comunidad LGBTI, para acabar completamente desmoralizado. Porque los desplantes, las mentadas de madre y los ocasionales desaires no son nada comparado a las barbaridades que escribe y (de seguro) hace esa gente, nutrida de un odio mayúsculo e irreconciliable.
Al margen de estas tortuosas disquisiciones, no cabe duda de que el grueso de la sociedad peruana (a todas luces, pacato, ultraconservador e intolerante) tarde o temprano se verá obligado a cederle terreno a la idea de un grupo humano más empático, tolerante e inclusivo. Y –le duela a quien le duela— eso sólo es posible por medio de una educación con enfoque de género. Lo mismo aplica para el machismo, el patriarcado, la violencia de género, y todas las taras sociales que día a día cobran más y más víctimas. Quienes se oponen a este cambio radical (pienso, sobre todo, en el colectivo ultraconservador con ínfulas moralistas #ConMisHijosNoTeMetas) arguyen que la maléfica “ideología de género” causará estragos en el país, promoviendo la homosexualización y perdición espiritual de los niños peruanos. Para una población que desconoce y, de hecho, se espanta al escuchar la palabra “género”, el único antídoto posible es sacarla de aquella ignorancia por medio de un sistema educativo que rompa con la heteronormatividad, el machismo y la estigmatización del otro.
Poco antes de terminar este artículo, abro el periódico dominical y, de lejos, la noticia que más me llena de alegría es que las mujeres finalmente podrán estar al mando del volante en Arabia Saudita, un país que tiene una de las sociedades más patriarcales y retrógradas del mundo. Pienso (quiero creer por un instante) que, algún día, el cometido de la Marcha del Orgullo Gay pasará de ser un prurito noble pero repetidamente frustrado, a una realidad tangible, celebrada en los diarios y en la vida misma. ¿Acaso se espera que haya más feminicidios, violaciones sexuales, abortos clandestinos, y casos de trata de personas para convencernos de la urgencia de cambiar las cosas? ¿Hasta cuándo se le va a seguir dando crédito a interpretaciones antojadizas de la Biblia, y exacerbando caducas tradiciones del pasado en desmedro del bien común, de la convivencia sana y justa que todos (sin excepción) nos merecemos? Para responder a las justas demandas de la comunidad LGBTI no precisamos ni de discursos hipócritas ni de tanta pompa oportunista, sino de una legislación y una educación que, de raíz, ataquen la marginalización de este grupo humano que es tan antiguo como lo es nuestra especie, y que nos acompañará hasta el ocaso de la misma.