Escribo con los ojos inyectados y un rollo de papel higiénico casi por acabarse… No estoy viendo uno de los lacrimógenos capítulos de Pulseras Rojas, estoy viendo las habitaciones de mi casa ya sin vida, vacías salvo por cajas de mudanza. Muchas veces he comentado que me gustan las madrugadas. Hay dos cosas particulares en ellas que me encantan: la soledad y el silencio. Cuando es de madrugada y estoy en casa escucho carcajadas del pasado, la mirada dulce de los abuelos que ya no están, los olores de lonche y el churrasco jugoso. Me veo disfrazado de soldado corriendo por todas partes, alucino esas tardes jugando con mis primos, actuando por primera vez en alguna Navidad de fines de los noventas. Veo a mamá y papá durmiendo y a mí mismo asomando mis narices por la puerta de su habitación y diciendo: Má, tengo una pesadilla… La veo acercarse y abrazarme con su bata rosada de polar esa que hace años regaló antes de que la operen por miedo a que, si no regresaba, para nosotros sería muy duro botar sus ropas antiguas, como le sucedió a ella con su madre. Escucho globazos de agua en el patio y la algarabía de carnavales en febrero. Puedo sentir el miedo del incendio que casi se lleva todo en el 2001. Escucho canciones de nido y sal solcito caliéntame un poquito. Veo a papá arreglando algún foco, colocando alguna repisa, y a mi madre enérgica dando directivas para que todo esté en orden, para que esa casa tan humilde y precaria funcione como un reloj suizo y luzca como un hermoso pastel de cumpleaños. Puedo recordar cada temblor en el que salí despavorido con la misma nitidez con la que recuerdo en mi boca el sabor de las racleteras de los viernes con mis tíos, los conciertos en DVD de “Pavarotti y sus amigos” y el olor a madera del Whisky de mi abuelo a quien nunca le dije abuelo. Veía tantísimas historias e imágenes cada vez que respiraba acá que jamás imaginé que un día como hoy llegaría a ser realidad. Hoy es mi última noche en casa y por más que intento evocar eso que retrato líneas más arriba, no puedo sentir nada más. Es como si su vibra hubiese sido absorbida por una aspiradora potentísima.
Hace casi un año comenzamos a sospecharlo, después de la muerte de los abuelos no toda la familia tenía los mismos planes sobre esa casa de más de cien años ubicada en el -ahora tan solicitado- corazón de Miraflores. Mientras que unos veíamos con ojos de nostalgia aquellas paredes de adobes irregulares y marcas de humedad y nos poníamos a pensar en los diversos usos que podíamos darle a un espacio de semejante valor histórico, otros simplemente no compartían nuestros sueños que lamentablemente no podían ser más que sueños ante una administración municipal tan indiferente y alejada del arte. En Miraflores es más fácil abrir un chifa que un centro cultural y es el único distrito que conozco en donde, por ejemplo, un mismo óvalo tiene dos tipos distintos de zonificación. Pero en fin: los sueños en Perú son eso, solamente sueños.
Los pormenores de la historia ameritan un libro completo, pero solo diré que acá aquella presencia de la que se habla en el cuento “Casa tomada” de Cortázar tenía varios nombres, pero un apellido en común. Fueron pasando los meses y las cosas se dieron de una y otra manera. Por más de que intentamos mantener en pie ese pedacito de patrimonio cultural no reconocido (porque incluso el Ministerio de Cultura está de adorno), su destino parecía ser otro. Finalmente, unos amabilísimos ingenieros la compraron y nos ofrecieron simpáticos y modernos apartamentos construidos por ellos mismos. No estuvo nada mal el trato, de eso ni me quejo. Así fue como la vida de mi casa terminó, prefiero pensar que esa alegría y mística que siempre se conservó acá hará felices a las catorce nuevas familias que vivirán en el próximo edificio de la constructora, pero, de todos modos, la pena me embarga.
He terminado de embalar algunas cosillas que quedan en mi habitación. Un par de trofeos de cuando era niño, mi cuadrito de Juan Pablo II, la postal que me regaló una conocida productora cuando me escogió como su último Principito, el machote de mi novela, una torre Eiffel de adorno, un charango que no sé tocar y una pelota de beisball que nunca usé pero a la que le tengo mucho cariño. Me doy cuenta de que no tengo mucho. Seguramente hay más chucherías, un par de baúles repletos de ellas, pero no es mucho. Mis cientos de libritos sí descansan en varias cajas de cartón, pero mañana por la noche serán los primeros en ver la luz de mi nuevo apartamento. Recuerdo haber guardado, hace unos días, una caja fuerte que contiene recuerdos de algunas personas al fiel estilo de la novela El Perfume. Sí, lo sé, es creepy, pero no son cabellos ni extractos de sus cuerpos, son entradas al teatro, pulseras de fiesta, un parche para contracturas, cosas raras a las que nadie más que yo les podrá encontrar un significado.
Durante estas últimas semanas pensé en la manera de llevarme mi casa en un solo objeto, o en una pequeña colección de ellos, así como me gusta hacerlo con la gente especial que pasa por mi vida. Saqué todas las piedrecitas azules de unas columnas decoradas, intenté levantar un par de lozetas antiguas, quise convertir los escalones de la escalera principal en estanterías para mi biblioteca; pero finalmente entendí que en mi memoria todo ello permanecería para siempre. Sí, soy bien huachafo, pero es verdad.
No nací aquí porque ya no estaba de moda en 1996 nacer en la casa misma, pero sí que viví toda mi vida acá o, por lo menos, puedo decir que viví casi un quinto de lo que ella será (con suerte). Eso de hecho es bastante. Casi veinte años de recuerdos no se borran de la noche a la mañana. Casi veinte años de recuerdos no se venden ni se compran ni se ven beneficiados o perjudicados por la puta burbuja inmobiliaria. Casi veinte años de recuerdos permanecen en el alma y, ahora que es mi última noche acá y que la siento y veo por última vez, tengo la certeza de que ella no vive más acá, sino en mi corazón y en el de mi madre, mis hermanos y mi padre y en cada persona que nos visitó y dijo en algún momento qué linda casa, qué rara casa, me gusta tu casa.
Ahora deambulo por sus largos pasillos y canto bajito -como para que nadie se dé cuenta- esa canción de Sergio Murillo que mi abuelo le cantaba a mamá para dormir y que ella nos cantó a los tres hermanos, que dice que “Debe haber un lugar bien distante / otro cielo, otra tierra y otro mar / donde pasa la vida y nada se transforma / donde todo es paz y nadie puede llorar / caminando sin rumbo yo voy sin destino / esperando encontrar un mundo mejor / donde pueda vivir sin sufrir sin llorar / donde toda la paz es posible encontrar”. Cuando tenía pesadillas eso me calmaba, imaginaba que “ese lugar” era mi casa y que ahí nada malo pasaría, que viviría feliz para siempre. Ahora entiendo que “ese lugar” no era precisamente mi casa, sino mi hogar y el hogar está donde la familia está.
Stich estaría bien orgulloso de lo que acabo de decir.