Jorge Eduardo Benavides: « No me extrañará que empiecen a aparecer estampitas de Alan García » [ENTREVISTA]
Por Angello Alcázar
Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, 1964) se ha entregado al oficio de crear ficciones por más de tres décadas. En el año 2002, luego de estudiar Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Inca Garcilaso de la Vega, se mudó a Santa Cruz de Tenerife, donde comenzó a dirigir talleres de escritura creativa (una labor que ha seguido llevando a cabo en varios países). Su obra, reconocida con importantes premios a ambos lados del Atlántico, incluye novelas como Los años inútiles (2002), La paz de los vencidos (2009), Un asunto sentimental (2012) y El enigma del convento (2014), así como las recopilaciones de cuentos Cuentario y otros relatos (1989) y La noche de Morgana (2005). Charlamos con él hace unas semanas en su departamento del Madrid de los Austrias.
Te hiciste conocido con la publicación de una trilogía de novelas políticas que se abrió con la publicación de Los años inútiles en el 2002 y llegó a su fin con Un millón de soles en el 2007. En ella, demostraste una gran vocación de diagnóstico social y político. ¿Te atreverías a decir que es lo más ambicioso que has escrito?
Bueno, en realidad no creo que sea lo más ambicioso en sí, sino en cuanto a la perspectiva de que quería tocar un tema social, un tema político en un Perú absolutamente convulso como el que habíamos vivido. En realidad todas las novelas o cada novela que uno emprende es el proyecto más ambicioso que tiene… Cada novela es un reto. Lo ambicioso en este caso es que primero yo no pensaba escribir una trilogía, sino que pensé simplemente escribir una novela sobre el primer gobierno de Alan García, sobre el terrorismo, sobre una época que hoy la mayoría de los peruanos más jóvenes apenas conoce por referencia y que fue uno de los periodos más convulsos y difíciles que vivió nuestro país probablemente desde principios de siglo. Estuvimos a punto de ser fracturados por Sendero Luminoso y teníamos un Gobierno nefasto como el de Alan García que nos llevó a una inflación ahora superada por la de Venezuela, pero [que] en algún momento [fue] como ésa, o como la del dictador Robert Mugabe en África, o como la que sufrió Hungría o Alemania durante la guerra. Fue gravísima esa quiebra mientras éramos asediados por el terrorismo. Yo quería contar esa novela y una cosa lleva a la otra, es decir, después de esa novela quedaron muchas cosas no tocadas, digamos, y entonces escribí El año que rompí contigo. Y luego me di cuenta que esos lodos vendrían de algunas aguas, por decirlo así, que había un pasado, y me remonté a la época de Velasco, que es este dictador de los años 70 que puso un poco las bases del desconcierto y del populismo. No hay que olvidar que Velasco ha sido siempre el referente de Hugo Chávez… Y me interesó mucho ver, además, en todas estas novelas, cómo funciona la dinámica del poder y los intelectuales, que es una cosa a menudo peligrosísima, porque los intelectuales, sobre todo en nuestros países, se han escorado por la parte más fundamentalista, radical y oscurantista de la izquierda, que es la que se ha empecinado en defender los regímenes que hoy en día ya no podrían ser defendidos por nadie con dos dedos de frente, como Cuba, Nicaragua o Venezuela. Eso es lo que han defendido siempre la mayoría de nuestros intelectuales y [fue] lo que sustentaron estos gobiernos como el de Alan García, o como la revolución de Velasco Alvarado, y que luego transmutaron [en] defensores del propio fujimorismo, debidamente camuflado[s]. Entonces, para mí estas novelas lo que querían era narrar esa relación y cómo lo veíamos desde la sociedad.
Poco después de publicar tu primera novela dijiste que, mucho más que la nostalgia, la escribiste a partir de la “revancha”, del “desquite” y del “encabronamiento” que sentías por lo que había vivido el Perú en el primer gobierno de Alan García. No puedo evitar preguntarte cuál fue tu reacción ante el suicidio del mismo hace exactamente un mes.
Evidentemente no me puedo alegrar por la muerte de una persona, ni además en unas circunstancias tan dramáticas, patéticas, terribles como es el suicidio. Dicho esto, nadie puede empezar celebrando con una muerte. Uno se puede alegrar de que empieza un periodo distinto. En el caso de Alan García, no nos podemos alegrar ni por su muerte ni porque empiece otro periodo porque ha sido parte de un proceso absolutamente nefasto. Y lo único que yo temo es que las características de su muerte lo conviertan en una mezcla de entre Sarita Colonia y Piérola, qué se yo… Es decir, no me extrañará absolutamente nada que de aquí a menos de un año empiecen a aparecer estampitas de Alan García, empiecen a aparecer historias de pastorcitos perdidos en el campo que de pronto se les apareció Alan García, que alguna señora vea en su puerta, o en su portón (teniendo en cuenta la dimensión del hombre) la cara de Alan García. Es decir, nosotros lo vamos a convertir en una especie de Eva Perón. Esa es una cosa terrible para nosotros. Para muchos, rápidamente se va a convertir en eso.
En Un millón de soles (2007), hay un personaje llamado Aníbal que se pregunta con frecuencia “¿adelante es hacia dónde?”. ¿Qué te suscita esa interrogante hoy en día, en vista del panorama político, social y cultural de nuestro país?
Que en el fondo y teóricamente, con esperanza, “adelante” sería afianzar instituciones cívicas, y para eso necesitaríamos un poco más de educación. “Adelante” sería que realmente valoráramos lo que es la democracia. Pero, si lo vemos en un sentido más práctico, yo creo que, aunque hay cosas muy positivas que están ocurriendo en el Perú, siempre funcionamos sobre una capa de hielo muy frágil. Es decir, no tenemos instituciones fuertes y no tenemos consolidada la idea ni de la democracia ni del respeto. Y eso hace muy difícil que funcione una sociedad. Si está pasando hasta en los Estados Unidos… El avance de los fundamentalismos curiosamente viene de la izquierda. Las prohibiciones, las censuras, los escraches, el no dejar a hablar a alguien en la universidad, el pedir que renuncie un decano como ha ocurrido nada menos que en Harvard porque ha defendido a Harvey Weinstein […] Y eso lo trasladamos a Perú y le ponemos además nuestras altísimas tasas de falta de lectura, falta de educación, falta de bibliotecas. Una ciudad como Lima con, no sé, ocho, nueve millones de habitantes, ¿cuántas librerías tiene? Debe haber cinco o diez. Es absolutamente fallido. Entonces ese “adelante” a mí se me presenta siempre sombrío. Tendrían que cambiar muchas cosas. La prosperidad no es solo tener más dinero y mejores coches. La prosperidad es una parte resultante de algo mucho más complejo.
De hecho, en una entrevista para El País del año 2002 dijiste que el “Perú es una cosa a la que renuncias cada media hora”, refiriéndote a cómo los personajes de Los años inútiles claudicaban ante la realidad que los sumergía. ¿Hoy volverías a pronunciar esa frase?
Sí, yo creo que además precisamente para que funcione la frase hay que pronunciarla cada media hora. (Risas). Dentro de media hora diría: “No, no, ni hablar. Esto va a funcionar”. Lo que quiero decir con esto es que nosotros vivimos esa arritmia de estar siempre frente al abismo y salvarnos, y vivir una hecatombe, y no resucitar, sino volver a tener siempre esperanzas. Por eso, quizás, nos hemos inventado esa idea de que “Dios es peruano”, esa idea de que algo nos puede salvar. Pero, claro, si los propios países europeos, los países, digamos, occidentales más aceptados, están viviendo horas difíciles, con más razón nuestros países, mucho más permeables a la volatilidad del populismo. Yo creo lo que dice Steven Pinker, que estamos viviendo en la mejor época que hayamos vivido jamás. Eso es indudable, pero también tiene un correlato, que es que también estamos viviendo una hora que se acerca como una especie de abismo. Ese reloj que ponen en marcha los científicos para decir a cuánto estamos de la destrucción no es incompatible con que vivamos nuestro mejor momento, la “edad de plata”, si se quiere, de la humanidad, que es lo que les pasó a los europeos antes de la Primera Guerra Mundial. Pensaban que no iba a pasar nada… El progreso, las sociedades avanzaban, los avances tecnológicos estaban a la orden del día, los coches, el teléfono, el telégrafo, las vacunas, y entraron en una guerra que no se explicaban y que les significó millones de muertos.
Eva María Valero de la Universidad de Alicante dice que La paz de los vencidos (2009) supuso un viraje temático en tu literatura y que tu narración empezó a adoptar un tono, digamos, más intimista y personal. ¿Dirías que, habiendo publicado novelas tan diversas como Un asunto sentimental y El enigma del convento, ese germen de la denuncia social y la indagación en el mundo político ha ido perdiendo fuerza con el tiempo?
Ha variado la forma. Hay dos maneras, quizá, de plantearlo. Yo nunca fui un escritor político, solo fui un escritor que escribió unas novelas políticas […] Yo escribí novelas políticas y estoy encantado de haberlas escrito, pero mi indagación en el fondo es siempre la misma, que es sobre la identidad, que es sobre el temor del fracaso, y que es sobre nuestra relación como individuos con el poder. En las novelas históricas siempre late ese germen. En Un asunto sentimental (2012), que es una novela un poco de viajes y romántica, hay un fondo que habla sobre el terrorismo y sobre los fundamentalismos. En La paz de los vencidos (2009), está el individuo absolutamente solo frente a la sociedad como inmigrante, quizá de las primeras novelas de inmigrante que hay. Es decir, yo siempre tengo un sustrato político, no puedo salir de ahí. En El asesinato de Laura Olivo (2018), se habla del fujimorismo que obliga a este personaje, Larrazabal, a salir del país. No suele escaparse en nada de ese campo, pero no es nada que yo quiera hacer de manera consciente, sino que es inevitable. Soy una persona que piensa en política.
Y eso se mantiene en El asesinato de Laura Olivo (2018) incluso cuando haya todo ese ropaje del bibliomystery en la historia, ¿no es verdad?
Exactamente. Hay un libro, hay un personaje ficticio que es Marcelo Chiriboga, que es un escritor… Pero hay una cosa política ahí, ¿no? La política no es solo la política pura y dura del poder, sino también [la] de la vivencia del individuo, en tanto su sociedad. Larrazabal es un señor peruano de raza negra, de origen vasco, que vive en Lavapiés, que tiene una novia que es árabe, marroquí… Bueno, esa es la identidad permeable que hay hoy en día. Y eso tiene mucho que ver con los libros.
¿Todavía tienes esa idea del universo narrativo como un todo bastante cohesionado? Es decir, ¿te parece que el escritor tiene una manera de ver el mundo que queda inexorablemente plasmada en cada una de sus obras?
Sí, yo creo además que muchos escritores estamos empeñados en escribir una única novela y la vamos viendo desde distintos ángulos. Es decir, hay una cuestión esencial. Cuando yo escribí a escribir Los años inútiles (2002), en realidad Los años inútiles empezó siendo El año que rompí contigo (2003). No tenía título. Yo empecé haciendo Los años inútiles y de pronto me di cuenta que no funcionaba, así que dije “Voy a hacerla de otra manera”, y empecé a hacer lo que con el tiempo sería El año que rompí contigo. A las 200 páginas lo dejé y dije “No es por aquí”, y volví a Los años inútiles. Cuando terminé Los años inútiles me di cuenta que ese remanente que había dejado fallido era realmente otra novela. Eso me constató que en realidad uno está escribiendo siempre la misma historia… sus fantasmas, sus proyecciones, sus demonios, sus cosas, su manera de ver la sociedad. Por eso yo decía de esa novela que sí estaba escrita desde el encabronamiento y desde la revancha. ¿Qué novela no lo está? No podría ser un sociólogo escribiendo así. Un novelista ficciona, fabula, mata y vive, pide justicia o se da cuenta de que es imposible pedirla en las novelas. Reelaboras un mundo para que se parezca un poco al que tú quisieras. O, más complejo, un mundo en el que te das cuenta que las cosas también son susceptibles de fracasar y de tener sombras.
Por otro lado, un escritor a quien le has rendido homenaje en muchas ocasiones es Julio Ramón Ribeyro. Justamente este año se cumplen 90 años de su nacimiento y 25 de su muerte. ¿Qué crees que aportó Ribeyro a las generaciones de escritores posteriores?
Bueno, yo creo que muchísimo. Ribeyro fue en un momento llamado el mejor escritor del XIX que teníamos en la actualidad. Su prosa era una prosa absolutamente elegante. Era un escritor de una agudísima inteligencia como narrador (de relato corto, sobre todo), y yo creo que muchos escritores hemos crecido, no solo en el Perú sino en otros sitios, deslumbrados por él. Ribeyro es una especie de Vargas Llosa en súper slow motion, ¿sabes? También era un escritor absolutamente riguroso, disciplinado, vocacional, capaz de autoinmolarse en la literatura, que es lo que Vargas Llosa va diciendo siempre. Lo que pasa es que Vargas Llosa se ha decantado, por lo general, por escribir más acerca de unos personajes que yo llamo sus “iluminados”, personajes que van contra viento y marea, fanáticos. Desde Antonio Consejero a Pedro Camacho, pasando por muchos otros… En tanto Ribeyro se ha decantado más bien por el escepticismo y por una especie de coqueteo con el fracaso. Es otra mirada. Pero aportó, como Vargas Llosa, ese sentido de disciplina, la literatura absolutamente por encima de todo.
En tu caso, mucho se ha hablado de tus novelas y muy poco de tus cuentos, cuando, en realidad, ese fue el género con el que comenzaste tu carrera literaria en los años ochenta. Tienes colecciones como Cuentario y otros relatos y La noche de Morgana. ¿Planeas volver a la narrativa breve en algún momento?
He escrito pequeños cuentos que están en alguna antología que se publicaron en Ginebra con la librería Albatros y que recogen algunos cuentos de La noche de Morgana (2005) y otros que no han salido en ningún otro sitio. Debo tener entre cinco o diez cuentos que no están ahí. Pero muy esporádicamente recurro al género porque a mí me salen novelas. Es decir, inmediatamente crecen las historias, a diferencia de otros escritores que básicamente son cuentistas […] Yo me siento mucho más cómodo en las novelas. Y cada vez te das cuenta de que el género del cuento es muy difícil. Hay una cercanía con la poesía […] En todo caso, la novela y el cuento no se parecen absolutamente [en] nada. Lo digo yo que me he dedicado a dar talleres de literatura y básicamente de relato breve, de cuento, durante años y años. Lo que ocurre es que casi todos empezamos escribiendo cuentos, [lo cual] no significa que todos vayamos a ser cuentistas. Escribir requiere primero un trabajo más corto cuando empiezas, cuando eres muy joven, pero luego unos vamos entendiendo que lo que necesitamos es que las historias crezcan. Y los verdaderos cuentistas se quedan en el género, pero ya no como amateurs, sino que lo exploran, como Ribeyro.
Alguna vez dijiste que escribir era “un oficio en el que uno no espera los arbitrios de la suerte o de la inspiración, sino que tiene que trabajar”. ¿Te consideras un escritor disciplinado, o lo Vargas Llosa, o más bien mantienes una relación adúltera con la literatura como decía Onetti?
Yo soy un escritor bastante disciplinado. Lo que pasa es que las obligaciones a menudo no te dejan escribir lo que quisieras, el tiempo que quisieras. Yo escribo en la Biblioteca Nacional y trato de organizar todo mi tiempo para que las mañanas sirvan para eso. Luego, pues, hay cosas que hacer, desde ir al banco a pagar una cosa, a dar una conferencia que tienes que salir temprano, o una asesoría, [que] es lo que yo hago, asesoro a escritores de novelas… Pero si yo puedo dejar las mañanas libres, voy y escribo en la biblioteca. Aquí en el despacho, aquí hago mis asesorías, escribo artículos, etcétera, pero voy a la biblioteca a trabajar. Y cuando voy fuera mucho tiempo a alguna ciudad, más de una semana, busco una biblioteca.
Eso es lo bueno de aquí, como decías hace un momento. Madrid, por ejemplo, tiene estas excelentes bibliotecas públicas, municipales, y en Lima lamentablemente todavía no tenemos eso…
No, no tenemos, ¡y además ni nos interesa! Yo cuando voy a Lima mucho tiempo voy a la biblioteca de San Isidro, pero es una pena que esa biblioteca que es de uno de los distritos más ricos (donde también está la concentración de xenofobia más grande del Perú) no haya invertido en comprar unas buenas mesas. Estoy a punto de donarles unas mesas y unas sillas para que sea cómodo… He pasado muchas peripecias ahí. El personal es muy eficaz y muy amable, pero no hay dinero para comprar unas buenas mesas. Estamos hablando no de un distrito pobre… Cualquier de esas señoras que no quiere que paseen en su parque privado se gastaría más dinero un fin de semana en un cóctel que comprando unas mesas. Es una pena. La biblioteca de Barranco tiene una fachada preciosa, pero por dentro, al menos hasta el año que yo fui, era un vagón de ganado sórdido y oscuro, donde además cuando pregunté si había conexión wifi me miraron de arriba abajo como diciéndome “¿Quieres venir a conectarte gratis?”. (Risas).
Hay una frase tuya sobre el quehacer literario de hace muchos años que me llama mucho la atención: “El escritor es el único esquizofrénico vocacional”. ¿Podrías explicarme a qué te referías? ¿La recuerdas?
Sí, claro. Y lo mantengo. Porque, a grandes rasgos la esquizofrenia es que tú vivas en otro mundo, que escuches voces que no son de este mundo, etcétera. Los escritores (sobre todo los novelistas) cuando escribimos una historia estamos tan inmersos en ella que vivimos en ese mundo y luego salimos de [él] para vivir en este. Es decir, mientras yo estoy escribiendo una novela sigo a mis personajes, veo qué es lo que les pasa, me emociona, me entristece, me cabrea. Estoy metido en esa historia. Digamos que un escritor se da cuenta que una novela va bien cuando entiende que no la está inventando, sino que la está descubriendo. Hay un mundo que ha generado que tiene una serie de reglas de las cuales él se percata… La invención en sí es arbitraria y el descubrimiento es entender un todo homogéneo. Ese es un mundo y los escritores entran y salen de él a su antojo. Yo estoy escribiendo mi novela, llega la hora en la que ya tengo que irme, cierro el quiosco, me voy a mi casa, me veo con mis amigos, me tomo algo, y vivo ese mundo. Pero estoy escuchando voces del otro lado… Esa es la cuestión vocacional.
Cambiando un poco de tema, hay un libro de Henry Sienkiewicz, Premio Nobel polaco, titulado Entre selvas y desiertos (1957), que, según tengo entendido, leíste cuando todavía eras un niño y dejó una huella indeleble en ti. ¿Podrías hablarme un poco de él y de otras obras que te marcaron cuando crecías?
La novela de Henry Sienkiewicz es la historia de unos chavales que son europeos y que son secuestrados en África cuando se están construyendo unos ferrocarriles, me parece que en Sudán. Y la novela es una novela de aventuras maravillosa que me conmocionó mucho porque probablemente fue una de esas novelas que, cuando uno [las] lee, entiende el poder seductor de la literatura. No hay una pantalla mejor, más grande y más compleja que la de la imaginación. Recuerdo eso y recuerdo El conde de Montecristo, recuerdo Los miserables y recuerdo inexplicablemente Papillon, que era una novela que había por todos lados en Lima, que era sobre este preso francés en una cárcel en la Guyana. Y muchas novelas de ese tipo que son un poco de aventuras y que te van haciendo entrar en otras más complejas… Recuerdo Miraflores Melody de Fernando Ampuero, por ejemplo, que a mí me parece una novela muy interesante porque me descubrió que el escenario limeño era perfectamente válido para contar novelas. Tenía un tono mucho más fresco que otras novelas. Las novelas a veces requieren varias lecturas y en cada una son distintas. Entonces, eso es lo que yo sentí en ese primer momento, el gusto por la literatura en aquellas primeras novelas, en los inicios de Dickens. Y luego vas pidiendo cosas un poco más duras, un poco más fuertes, más complejas. Pero yo creo que el inicio, el germen, de las lecturas suele ser las aventuras de la ficción. Uno no empieza leyendo El insoportable levedad del ser… Yo leía muchísimas aventuras y todavía muy jovencillo pasé a leer best sellers de éstos de tipo Irving Wallace, Arthur Haily, Hospital, Aeropuerto, qué se yo… que eran best sellers, mientras leía cosas que me daba mi padre un poco más complejas. [Claro que] la calidad de los best sellers era otra…
¿Y crees que de alguna manera esa inclinación natural por las novelas de aventuras fue uno de los elementos que quisiste plasmar en El collar de los balbases (2018), que es la última novela que has publicado?
Indudablemente, y [también] en El enigma del convento. Yo quería escribir unas novelas de aventuras. Una novela con viajes, documentos secretos, claves, etcétera. Por la sencilla razón de que siempre me han gustado las aventuras. Y me parece que no son excluyentes con respecto a la calidad, o, en todo caso, a lo que tú quieres poner de calidad en ello. Puedes escribir una novela de aventuras con calidad… Y yo siempre he escrito las cosas que he querido escribir. No tengo mucha sensación de que deba escribir ciertas cosas… Si yo hubiese tenido una visión un poco más comercial seguro me hubiese dedicado a hacer otras cosas, pero hubiera sido tremendamente infeliz.
El año pasado comentaste que te resultaba “incómodo no tener personajes peruanos”. ¿Cómo manejaste ese tema en el caso de El collar de los balbases en donde, si bien podemos encontrar un puñado de ellos, el telón de fondo es la primera guerra carlista?
Bueno, necesitaba un peruano como ancla, por lo menos. Porque es una novela histórica en la que invento muy poco, solo los agujeros que ha dejado la historia. Pero por más años que yo lleve viviendo como español que como peruano siempre necesito ese referente porque, si no, no me sentiría con confianza para contar las historias. Necesito un peruano que es como mi ancla a mi país de origen, por la forma de hablar, por lo que podría pensar… Pero cada vez me suscita menos interés contar historias de allá, por la sencilla razón de que vivo más tiempo aquí. Cuando tú te vas a vivir a otro país, primero llegas tú y mucho después llega tu alma, tu corazón. Te quedas contando historias de allá. Es decir, yo me instalé en Tenerife, en España, y seguí contando durante mucho tiempo historias que ocurrían en el Perú. Pero llega un momento en que se pierde esa conexión y empiezan a interesarte unas historias, digamos, en mi caso, como de “transición”. La paz de los vencidos ocurre en Tenerife [y el protagonista] es un inmigrante peruano. Un asunto sentimental es la historia de un peruano, pero ocurre en muchas ciudades. El enigma del convento es un peruano que no se siente del todo peruano porque es medio vasco y vive en España. Entonces te das cuenta que yo siempre tengo un vínculo con el Perú, pero es cada vez más lejano.
Has dicho que uno empieza a escribir por el desborde que se produce cuando lees y al mismo tiempo quisieras leer aquello que todavía no has leído. Y que, de alguna manera, escribir es “encontrarte a ti mismo”. Después de todos estos años escribiendo y publicando ficciones, ¿cuál dirías que ha sido tu principal hallazgo?
Bueno, acaso lo principal sea algo que yo me temía desde el principio y es que para escribir una novela necesitas muchísimo tesón, muchísima disciplina, más que ilusión. Porque te das cuenta de que no hay nada que reemplace al trabajo. Naturalmente hay gente que tiene unas habilidades, unos talentos, probablemente naturales, mejores que los tuyos. Siempre habrá gente que tenga esos talentos mejores que los tuyos y que sea más perspicaz y más inteligente en sus tramas. Yo constantemente leo a escritores que considero así. Pero es una cosa muy parecida a lo que ocurre cuando uno juega al golf: tú juegas en realidad contra ti… Este es un trabajo en el que compite con uno mismo pero sin embargo estás rodeado de otros. Y eso es lo que yo he aprendido, que no te puedes comparar con nadie, lo cual no te hace necesariamente autosuficiente, te hace más modesto. Siempre he creído que la vanidad del escritor es una de las gilipolleces más monumentales que he escuchado, porque es una especie de carta blanca a ser un engreído… Pero sí creo que uno debe salvaguardarse un poco de que no hay manera de escribir una historia, no hay manera de hacer nada si no quieres hacerlo lo mejor que puedas haberlo hecho tú y nadie en el mundo jamás. Eso es lo que he terminado por aprender de esto.
Te mudaste al extranjero, concretamente a Tenerife, a los 26 años. Vargas Llosa dice que descubrió que era latinoamericano al llegar a París. ¿En tu caso ocurrió algo similar o crees que cuando tú llegaste a Europa, o a Tenerife, ya estaba más consolidada nuestra identidad literaria y cultural?
Sí, muchísimo más… Yo llegué a un sitio extraño, que es Canarias, en ese sentido. Queda como a medio camino. Los canarios son un poco como los latinoamericanos: están en África y sin embargo son europeos. Es una confluencia geográfica, socioeconómica y cultural muy rica. Entonces llegas a un sitio en donde no es extraño esto porque todos tienen parientes en Venezuela, Cuba, etcétera, y hablaban muy parecido… Yo creo que descubrí que era latinoamericano en el peor sentido de la palabra con unos festivales que se hicieron en la época de Alan García y que convocaban a un montón de artistas y escritores de la izquierda más contumaz que lo primero que hicieron fue poner a parir a Vargas Llosa… Entonces yo siempre he asociado por desgracia, y por prejuicio si quieres, lo latinoamericano a la parte más de cantautor de la Nueva Trova, y prefiero el término “hispanoamericano”, entre otras cosas porque latinoamericano es un término que nos impusieron los franceses cuando llega el emperador Maximiliano a México… Yo prefiero el término “hispanoamericano” o “iberoamericano” [porque] me parece más lógico [a] que nos vinculen con lo latino, que era una cosa en la que Francia quería meterse. Y los que han caído en el juego precisamente han sido nuestras reivindicativas izquierdas nacionalistas.
Ya terminando, Jorge Eduardo, si tú tuvieras la oportunidad de remontarte a cuando tenías 26 años y todavía estabas en Lima trabajando como periodista radiofónico, ¿volverías a cruzar el charco?
Sí, sin ninguna duda. Aunque lo que pensé al principio es que a mí me movió más una especie de imprudencia temeraria porque yo me vine a España, me fui a Canarias, prácticamente a la aventura. No me vine con un “plan B”. Yo [vine] apenas terminé mis estudios de Derecho, que luego tuve infinidad de problemas para convalidar, la pesadilla burocrática del Perú… No tenía ningún plan B, yo solo quería ser escritor, y tuve que trabajar en cualquier cosa para venirme. Y durante un tiempo incluso estuve a punto de regresar. Me pagaron el dinero suficiente para comprar un billete de regreso y estuve más de una hora, mucho más quizá, frente a la biblioteca de Tenerife donde yo daba clases, tenía ahí el dinero, y me dije: “Compro el billete y me regreso”. Y decidí ir y tomarme cuatro, cinco whiskies, y dije: “Ya no tengo parte del dinero”. Quemé literalmente las naves porque sabía que había una parte de mí que decía: “Es una insensatez lo que estás haciendo”. Pero, al cabo del tiempo, pues sí, mira, yo me siento muy bien aquí… Este es mi país, esta es mi sociedad, como lo es el Perú por otro lado.
Y, cuéntame, ¿qué estás escribiendo ahora?
Estoy escribiendo una novela que me está costando muchísimo porque es una historia completamente intimista contada desde la perspectiva de una mujer. Una mujer que llega aquí y que cuenta un poco cómo ha sido su vida. Pero, vamos a ver, está contada desde la perspectiva de una mujer no al rebujo de todas estas cosas que ocurren ahora. Es una novela que yo tenía parada hace, por lo menos, 10 años. Y porque había otros proyectos no la había tocado. Simplemente porque quería variar esto… Y estoy tomando notas para quizá una segunda novela sobre Larrazabal. Yo en realidad no quería escribir una saga… De hecho, lo primero que escribí de él salió con El Comercio, me parece, y se llamaba “El último caso del colorado Larrazabal”. Y se llamó así precisamente para conjurar el no volver a escribir sobre él. (Risas).