La casta de Vero, por Gonzalo Ramírez de la Torre

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De labia suave y apariencia inofensiva, es la candidata del Frente Amplio. Comparada con otros líderes de izquierda en nuestro país, la señora parece una santa. No obstante, cuando se supera lo edulcorado del ‘cómo se dice’, para reparar en el ‘qué’, la historia es otra. Verónika Mendoza y el grupo político al que representa, son lo más cavernario y nocivo de la izquierda nacional. La misma que, sin haber superado las ‘hoces y los martillos’, la psicosis del imperialismo y los sueños bolivarianos, hablan de la misma forma como lo han hecho desde hace muchísimos años.

Y ellos lo saben. Tienen clarísimo que representan una izquierda que no ha sabido evolucionar, que se ha quedado pasmada, que ve con ojos contemplativos el terrorismo y que se emociona con el chavismo. Con ese conocimiento apelan a la anestesia, al jueguito, reemplazando el “camarada” por un inocuo “Vero” o “Verito” y los motivos rojos y los símbolos puntiagudos, por una florcita. Un lobo viejo y gastado disfrazado de oveja.

No se trata de críticas de la “derecha bruta y achorada”, como dice el Frente Amplio en un comunicado, se trata de ver lo evidente y resaltar lo que buscan esconder. Como hombre de derecha veo con respeto a la izquierda moderna –la keynesiana, la que se apasiona con el estado de bienestar–, pero veo con terror a la izquierda radical –la colectivista, expropiadora y autoritaria–,  de la cual hay muchos exponentes en la agrupación de Verónika Mendoza. Exponentes de una casta trasnochada a los que, como país que busca desarrollarse, el Perú no se puede dar el lujo de empoderar.

Veamos dos ejemplos:

Está Abel Gilvonio, candidato al Congreso con el número 16. Hijo del terrorista emerretista, Américo Gilvonio. Claro, no se puede condenar al hijo por los crímenes sanguinarios de su padre –aunque la izquierda nacional no tendrá ningún reparo en hacer exactamente eso con Keiko Fujimori–, pero él no hace esfuerzos para verdaderamente deslindar del terrorismo. Él sugiere que, por razones humanitarias, se traslade al cabecilla Víctor Polay Campos a un penal civil. Eso no hace Gilvonio un terrorista pero ¿Por qué la contemplación? ¿Por qué el tibieza para un hombre, ya condenado, que no la tuvo con la gente a la que confinó a sus “cárceles del pueblo”? ¿Qué lo hace más inofensivo que los otros reos de la Base Naval? ¿Gilvonio no lo puede ver en su completa dimensión de cabecilla terrorista? ¿Abimael Guzmán también merecerá, bajo su criterio, ese trato?

Otro exponente es Jorge Bacacorzo (que se hace llamar Martín Guerra en las redes sociales), candidato con el número 25 al Congreso. Un individuo que, muy alegremente, lanza frases como “¡¡CHÁVEZ VIVE EN EL CORAZÓN DEL PUEBLO!!” y llama al finado líder venezolano “inspiración y guía para millones en el planeta”. Claro, tiene todo el derecho de admirar a quien quiera, sin embargo, alguien que reivindica a un dictador cuyo legado aún sigue destruyendo Venezuela, a un tirano que, bajo su régimen (que aún se mantiene en manos de Maduro), se hostilizó a la prensa, se apresó a opositores y se dinamitó la independencia de los poderes del Estado; demuestra tener poca o ninguna fibra democrática.  Algo muy lejano a lo que Verónika Mendoza pretende venderle a la ciudadanía. Pero como deja claro este ejemplo, basta con ver su contexto para ver en realidad hacia dónde camina.

El tema de Venezuela, justamente, es uno sobre el cual la misma candidata a la presidencia se ha mostrado muy ambigua, dejando mostrar una mata de pelos lobeznos tras su impronta ovejuna. Si bien dice que no tiene interés de calcar el modelo venezolano, más de una vez ha proferido excusas para no llamar dictadura a lo que, en la práctica, claramente lo es: “No es una dictadura porque no hubo golpe de Estado”. Incluso ha lanzado veladas defensas al régimen llamando “golpista” a Leopoldo López, opositor preso por el régimen chavista. Y para colmo revela su falta de coherencia pues, en su momento, siguió decididamente a Ollanta Humala, quien apoyó la intentona golpista de su hermano en Andahuaylas y en ese caso sí fue contra un gobierno democrático.

Sobre Verónika Mendoza, queda claro, hay una evidentísima sombra de radicalismo. Está ahí, se ve y el elector tiene que tomarla en cuenta. No son paranoias “neoliberales” o intentos de boicot de los que se suscriben al “poder de las transnacionales”. La candidata del Frente Amplio es el resultado de nuestra izquierda anciana, que no ha sabido ir al compás de los tiempos y que, sin exagerar, amenaza con arrastrarnos con ella a la prehistoria.

El símbolo es nuevo, la cara también, pero la esencia, como país, la conocemos muy bien. Solo hay que darse cuenta.