La creencia en el mundo y el vínculo humano

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Según Karl Jung, cuando tenemos un sentimiento de fascinación frente a un hecho arquitectónico o una obra de arte, es que se ha conmovido el inconsciente. Estas experiencias memorables de la arquitectura (percibidas a manera de un sentimiento de fascinación) se encuentran materializadas en el espacio, materia y tiempo, y, sin darnos cuenta, “se funden en una única dimensión, en la sustancia básica del ser que penetra nuestra consciencia”. Es decir, existe un proceso de simbolización de los elementos que hacen posible esa experiencia. Recordemos que Jung asegura que todo puede asumir significancia simbólica, desde cualquier objeto natural, cosas hechas por el hombre (categoría en la que se encuentra la arquitectura) o incluso formas abstractas, de manera que “una palabra o una imagen es simbólica cuando representa algo más allá que su significado inmediato y obvio”  (Jung, 1995, p. 232). No tendría sentido investigar sobre las manifestaciones simbólicas presentes en la historia, las obras de arte e, incluso algunas obras de arquitectura, si es que estas no tuvieran una relación directa con el hombre. Ellas muestran “cuan vital es para los hombres integrar en su vida el contenido psíquico del símbolo: el instinto”  (Jung, 1995, p. 238).

El hombre necesita, pues, de los simbolos para dar sentido e integrar de manera existencial el instinto a su vida, como respuesta a unas circunstancias determinadas. Un claro ejemplo de esto es el surgimiento las grandes religiones monoteístas de la historia: el cristianismo y el islam. No es pura coincidencia que ambas hayan surgido en el desierto. En él las complejidades de este paisaje son reducidas a unos cuantos fenómenos. La percepción de una extensión infinita de suelo infértil, el cielo inmenso sin nubes que se extiende como una gran bóveda sin dar alguna referencia de ubicación, el sol ardiente que le da una luz sin sombra; todo ello manifiesta un mundo donde destaca la permanencia y la estructura. Incluso la dimensión del tiempo pareciera no transcurrir ante la ausencia de ambigüedades, sin transiciones de tipos de luz desde el amanecer hasta el atardecer, creando un simple ritmo temporal[i]. En sus inicios, tanto en el islam como en el cristianismo, cuando se proclamaba la unidad y unicidad de Dios, confirmaban la unidad de su mundo inmediato: para el habitante del desierto, su mundo era manifestación del Absoluto; y mientras uno más se insertara en el desierto, más cerca estaba de Dios. Fue en el desierto donde aparecieron los llamados “Padres del desierto”: monjes, eremitas y anacoretas del siglo IV para vivir la soledad y austeridad del desierto con el único objetivo de desprenderse de las cosas de este mundo, vivir una vida virtuosa y santa; todo ello como expresión de la experiencia inicial del dios Absoluto del desierto.  La simbolización de esta experiencia del hombre del desierto que se desprende de las cosas de este mundo para elevar su ser a Dios (porque en el desierto tampoco abundan)[ii] encontró su plenitud en la cruz, donde no es una simple adopción de la cruz en la que Jesús fue crucificado, sino que sobre todo es simbolo de la experiencia de los primeros cristianos: significa “la tendencia a desplazar de la tierra el centro del hombre y su fe y a “elevarlo” a la esfera de lo espiritual. […] La vida terrenal, el mundo y el cuerpo, eran, por tanto fuerzas que había que vencer”  (Jung, 1995, p. 244). De igual manera sucede con las catedrales góticas, donde su creciente altura parece desafiar las leyes de la gravedad. Este significado parte de la experiencia del habitante del desierto; lo simboliza y, en el caso del cristianismo, es transmitido a distintos pueblos adaptándola en sus expresiones, mas no en su contenido, a las culturales.

De igual manera sucede, por ejemplo, en el mundo andino, donde el cristianismo encontró cabida por la adoración de un Dios al cuál había que respetar y temer, más no en cuanto al monoteísmo. De hecho, la aproximación religiosa del hombre andino es de carácter mitológico, al igual que el hombre nordico o griego. A diferencia del desierto, donde la ausencia del tiempo, la permanencia y la totalidad permiten al habitante de estas regiones entender su mundo como un todo Absoluto, dando lugar a las religiones monoteístas, en la cosmovisión andina o nórdica conciben su mundo inmediato como una multiplicidad de distintos lugares, a los cuales atribuyen distintos dioses antropomorficos según el carácter de cada uno de estos. Se podría señalar que las cualidades generales del paisaje en las regiones donde se desarrolló el mundo andino, nordico o griego son parecidas y están comprendidas, a diferencia del desierto, por una multitud indeterminable de distintos fenómenos: el suelo es raramente continuo, está subdividido y tiene una topografía variada, lo que denota una “microestructura”; el cielo se percibe normalmente entre los contornos de las hojas, los árboles o montañas, y la luz es concebida como un juego de luces y sombras por las nubes y la vegetación, que actuan como filtros; el agua se encuentra siempre presente como un elemento dinámico, tanto como ríos o como silenciosas lagunas. Prácticamente en todos lados, hacia donde se camine, se encuentra un nuevo lugar y sólo excepcionalmente el paisaje es unificado para formar un simple y univoco espacio[iii]. Nos interesa, a partir de esta descripción del lugar, rescatar la manera cómo esta experiencia es simbolizada y traducida en expresiones artísticas (simbolos).

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[i] “[…] and create a simple temporal rhythm” en  Norberg-Schulz, C. (1976). Towards a phenomenology of architecture. Nueva York: Rizzoli, p. 45

[ii] La experiencia de escasez del desierto se convierte en símbolo y es trasladada al ámbito espiritual. Dice el salmista en el Salmo 62: “[…] ¡Oh Dios, tu eres mi Dios!, por ti madrugo. Mi alma está sedienta de ti; mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”

[iii] Traducción de “Behind every hillock and rock there is a new place, and only exceptionally the landscape is unified to form a simple, univocal space” –  Norberg-Schulz, C. (1976). Towards a phenomenology of architecture. Nueva York: Rizzoli, p. 42