En diciembre del 2012 ocurrió la masacre de Sandy Hook, en Newtown, Connecticut. Un hombre armado ingresó a una escuela primaria e inició un tiroteo que acabó con la vida de veintiocho personas, la mayoría niños. La matanza reabrió el debate americano sobre la posesión de armas por parte de civiles en Estados Unidos. Aunque es una discusión que se intensifica cada vez que hay una tragedia como la de Sandy Hook, no se limita a las implicancias prácticas que la posesión de armas puede tener sobre la seguridad. Otra de sus aristas, la que interesa comentar, es la condición de tal posesión como un derecho constitucional de los ciudadanos americanos.
En líneas generales, el debate sobre ese punto se resume a la interpretación de la segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos. La página de la National Archives and Records Administration la traduce así: Siendo necesaria una milicia bien ordenada para la seguridad de un Estado Libre, no se violará el derecho del pueblo a poseer y portar armas. Para algunos, el texto no confiere un derecho individual, para otros sí. Y a propósito de la tragedia de la escuela Sandy Hook, la discusión viró hacia si tal derecho individual incluye armas como el fusil de asalto usado por el asesino.
¿Por qué existiría un derecho así? Los defensores de esa interpretación de la enmienda arguyen, por diferentes motivos, que su propósito es garantizar medios de resistencia contra un posible gobierno tiránico. ¡Un gobierno tiránico “en pleno siglo XXI”! Sí. Y si el argumento parece una locura no es solo porque el Perú es un país muy distinto, sino por la distancia de la historia. La evolución de diferentes aspectos de la vida en sociedad dificulta que uno pueda ponerse en los zapatos de quienes pasaron por este mundo antes que nosotros. Para cerrar el ejemplo americano, el factor que distancia en ese caso es la consolidación institucional que hace que hoy nos suene absurda la idea de una tiranía en Estados Unidos.
En nuestro país, el esfuerzo por combatir esas distancias se manifiesta frecuentemente en términos de “memoria”. Por ejemplo, se dice que si tenemos memoria entenderemos por qué no votar por el fujimorismo, por qué no dejar que se inscriba el Movadef, etc. Pero pareciera un discurso centrado en episodios que en realidad no están ubicados tan lejos en el tiempo (básicamente, en las últimas dos décadas del siglo pasado). Basta constatar que varios de sus actores siguen vivos y aun hacen noticia de vez en cuando. Nuestros discursos políticos no se refieren con frecuencia a hechos anteriores a los ochentas.
Esta aproximación al pasado tiene diferentes explicaciones. Una de ellas puede ser que el Perú, mal que bien, cambió completamente después de Velasco y Morales Bermúdez. Otra, que nuestra Constitución, espina dorsal de nuestro ordenamiento, fue elaborada en 1992 y no tenemos que debatir cómo interpretar cláusulas aprobadas en el siglo XIX. Pero más allá de sus causas, uno de sus efectos es que tengamos una política caracterizada por ser cortoplacista. Son muchas las aventuras que brotan en seguida, pero que las quema el sol y luego se secan por falta de raíces.
Tras estas fiestas, en los años que vienen, deberíamos pensar más en qué nos une al país que se independizó en 1821 si queremos que el bicentenario tenga algún sentido. La distancia de la historia nos separa de esos peruanos, pero si vamos a celebrar que el Perú es un país independiente, deberíamos intentar ponernos en sus zapatos. ¿Por qué decidió el cabildo de Lima apoyar a San Martín? ¿Para qué querían ser libres? ¿Por qué no fue un proyecto anticlerical? De esas preguntas pueden surgir respuestas que ayuden a construir discursos políticos más interesantes sobre el rol del Estado, la descentralización, las formas de representación política o el principio de laicidad. Con raíces más profundas, tal vez sean menos cortoplacistas.