Cuando se estrenó en 1985, “La historia oficial” recién empezaba a serlo. La derrota de la Argentina, tres años antes, en la guerra de las Malvinas, había sido el comienzo de un progresivo interés de la prensa por publicar historias relacionadas con los organismos de derechos humanos y la violación de estos últimos por parte del Estado (y que continuaría después de la caída de la dictadura en 1983) en una carrera de desprestigio que hizo evidente el descanto entre los medios, antes alineados, y el gobierno militar. De pronto, y convenientemente, las víctimas comenzaron a tener espacio, y el gran relato del honor y la firmeza como clamor nacional se disolvió en un creciente rechazo y condena social.
La película de Luis Puenzo se sitúa en ese momento de confusión, con la dictadura muy cerca de caer y una sociedad argentina todavía temerosa pero con los sentidos, o bien afinados, más dóciles a la verdad o, como en el caso de Alicia, la protagonista, apenas desperezándose de un largo letargo por demás complaciente, si no autoinducido: el reencuentro, con un giro muy emocional y doloroso, que tiene con una vieja amiga se convierte en el primer golpe a la burbuja que durante todos los años que tiene su pequeña niña adoptiva la ha prevenido de albergar la posibilidad de que se trate de la hija de desaparecidos.
La culpa se constituye, entonces, como uno de los grandes ejes temáticos del film. Una culpa que ensucia, cuando no embarra o, en el mejor escenario, salpica, a toda una nación. Y por extensa, esa culpa, como el miedo, deviene en materia de herencia. La gran revelación de lo evidente requiere una atención especial, y lo vemos en Alicia. Su cotidianeidad está impregnada de pequeñas pistas y enormes elefantes de colores que sus sentidos están diligentemente entrenados para ignorar. El regreso de Ana, la vieja amiga, y sus recuerdos de la violencia que la han tenido durante tanto lejos de la Argentina consiguen recién, justamente, que Alicia identifique su propia tranquilidad como un conflicto.
La negación, la ceguera, se mantienen como posibilidades latentes, no fácilmente despreciables. Todo cuanto ha ocurrido durante la dictadura se vuelve imposible porque se trata de percibir, de creer; e ignorar una deuda humana así de grande requiere un esfuerzo mínimo en oposición a la deglución puntiaguda y larguísima de asumir culpa y tomar parte, aceptar la propia complicidad en el crimen colectivo de una generación.
Pero la parte de Alicia es mucho más próxima, se incrusta en ella, en su familia, en su marido funcionario del gobierno y alrededor de la pequeña niña sobre la cual ha construido una nueva vida como madre. Alicia, entonces, no sólo experimenta una forma especial de culpa, sino que lo hace doblemente: una es la culpa compartida, descubierta mientras avanza la narración; la otra es su esterilidad, una culpa mucho más personal, que arrastra de más tiempo. La situación que se revela en torno a Gaby (y se revela porque siempre estuvo allí), es la comunión entre ambas culpas, y no sólo su suma, pues adquiere un carácter simbólico que, además, sugiere como desenlace un ritual penoso, un reconocimiento doloroso entre la verdad y las partes, que termina siendo indispensable para una reconciliación real, y una u otra forma de paz.
Apoyo: Las memorias de la violencia política y la dictadura militar en la Argentina: un recorrido en el año del Bicentenario. Federico Lorenz y Peter Winn. En: No hay mañana sin ayer (Lima, 2013).