Como todos los años, algunos disfrutan de estos días como una última oportunidad para ir a la playa, mientras otros conmemoran la pasión, muerte y resurrección de Cristo. Algunos celebran la semana tranca mientras otros asisten a vigilias y liturgias. Dadas las diferencias, no faltan los chistes acerca de cómo para los primeros, el principio de laicidad no es un inconveniente cuando de feriados se trata. Son solo chistes y no pueden ser tomados como argumentos. Sin embargo, detrás hay algo de verdad: el concepto de Estado laico constituye una amplia escala de grises entre el Estado confesional y el Estado “laicista”. Dentro de esa escala, el tono que adopta cada Estado es una cuestión política (que, naturalmente, tiene sus límites en los derechos fundamentales).
Cuando pensamos en la incidencia social y política del cristianismo, vienen a la mente un grupo de temas polémicos que ni siquiera hay que mencionar porque todos saben cuáles son. Pero como es Viernes Santo, es una buena oportunidad para comentar esa incidencia partiendo de un punto distinto, como las actitudes de nuestra clase política, visto a la luz de dos personajes mencionados en los Evangelios, los ladrones crucificados junto a Jesús.
Tradicionalmente se habla del “mal ladrón” y del “buen ladrón”. Por un lado, está el que insta a Jesús a que, si en verdad es el Mesías, se salve de la muerte y a ellos con él. Por otro lado, está aquel que reconoce que está pagando por sus acciones, el que se reconoce como malhechor. Los dos ladrones resumen a grandes rasgos un aspecto fundamental del cristianismo, como es el reconocimiento de la tendencia de los seres humanos hacia el pecado. Ambos son ladrones y por tanto, ambos han obrado mal. En ese sentido, no hay “buen ladrón”. Pero uno reconoce que ha obrado mal, mientras el otro solo pide ser salvado de la pena junto con el inocente. Es la contrición lo que hace que uno de ellos pase a ser recordado como el “buen ladrón”.
El reconocimiento de la imperfección y el arrepentimiento no es ni por asomo una característica preponderante en nuestra cultura política, a pesar de la influencia que se le atribuye al cristianismo. En estas elecciones, podemos tener la certeza de que todos los que estarán en nuestras cédulas el segundo domingo de abril son personas con defectos y mochilas llenas de errores, algunos mucho más graves que otros. Pero, ¿es alguno como el “buen ladrón”? La respuesta, por lo que se ve en la escena pública desde hace mucho, es no.
¿Cómo compatibilizar esto con la influencia atribuida al cristianismo en el país? Pues hay que relativizar esa atribución, en tanto no es lo mismo la influencia del cristianismo que la influencia de los cristianos. Y si lo distintivo de los políticos cristianos en el Perú es su oposición a ciertos cambios normativos antes que los valores más esenciales, es lógico suponer que este es también el caso de muchos ciudadanos. Eso explicaría, por ejemplo, la tendencia comentada en una columna anterior a hacer de la defensa de la vida una mera defensa de un artículo del Código Penal.
Los grupos cristianos en el Perú tienen capacidad de convocatoria, pero muchas veces enfrentan dificultades para traducir eso en formación y acción en el mediano-largo plazo. Esto no es solo cuestión de falta de voluntad, sino también de aspectos estructurales. De la capacidad de las distintas denominaciones cristianas para superar esas dificultades en sus estructuras, dependerá su grado de influencia en la esfera pública del futuro. No conseguir difundir los valores centrales generará que sea muy complicado mantener las normas que, después de todo, son secundarias respecto a esos valores.