El año pasado se organizó en la Universidad del Pacífico un evento en el cual se presentaron varios paneles de discusión sobre la Iglesia Católica y su rol ante los problemas sociales. El momento desconcertante de la noche llegó cuando pasaron un video donde se recolectaban impresiones de universitarios sobre el Papa Francisco y una de las entrevistadas dijo que “este es bueno, no como el otro”. Desconcertante no porque los pontífices sean hombres perfectos, pero si pidieran un ejemplo de uno malo, diría Alejandro VI o León X, nunca Benedicto XVI. “Pido perdón por todos mis defectos” es una frase menos atractiva para un titular que “Soy un pecador”, pero es ahí donde está la principal diferencia entre Ratzinger y Bergoglio. Es una cuestión de perfil.
Joseph Ratzinger nació en abril de 1927. En 1932 su familia tuvo que trasladarse a una zona rural de Alemania, pues las críticas de su padre al nazismo la habrían puesto en peligro. El joven Joseph vio como su país fue sometido por un proyecto totalitario que “se concebía a sí mismo como la plenitud de la historia y que negaba la conciencia del individuo”[1]. Caído el régimen y una vez ordenado sacerdote, Ratzinger inició su carrera como teólogo. En sus primeros años fue visto con sospecha por algunos, pues favorecía una aproximación al cristianismo más sencilla que el armazón de la neoescolástica. Eso le valió que su tesis sobre el pensamiento de san Buenaventura acerca de la Revelación estuviera a punto de ser rechazada.
Fue además uno de los teólogos que impulsó la “revuelta” que descartó los documentos que la curia romana había prefabricado para el Concilio Vaticano II, gracias a lo cual este no fue una réplica del Vaticano I y la Iglesia replanteó su actitud ante al mundo contemporáneo. Es así que llegaron a darse cambios como el de las formas de la misa. Pero para el Papa emérito el objetivo de esos cambios no era adaptar la Iglesia Católica a “los nuevos tiempos”, sino que vuelva a lo esencial. Esa interpretación era vista como “reaccionaria” en los años post-conciliares y aún hay quien insiste en llamarla así. Sin embargo, Ratzinger nunca se dejó intimidar por ello, ni siquiera cuando, en el 68, sus clases en la Universidad de Tubinga eran interrumpidas por estudiantes revoltosos que lo sometían a “juicio” y le exigían respondiera sus preguntas “revolucionarias”. Todo esto lo explica el periodista italiano Gianni Valente en su libro El profesor Ratzinger, biografía publicada en el 2008.
El título del libro de Valente dice mucho porque el perfil de Benedicto XVI fue siempre el de un profesor universitario y no tanto el de un párroco, de ahí las diferencias con la personalidad de su sucesor. Sin embargo, no creo que sea algo de lo que se deba renegar, pues en su carrera como académico Ratzinger dejó un testimonio valiosísimo para los fieles de la Iglesia Católica. Me parece que la gran lección de Joseph Ratzinger, más allá de sus planteamientos, es a no tener miedo. A no temerle a los retos intelectuales, a afrontarlos con seriedad y compromiso, por más que lluevan etiquetas como las que le llovieron a él, “modernista” según los tradicionalistas, “reaccionario” según los progresistas.
Cuando parece que en la academia ya no hay espacio para los curitas (y los que leen a esos curitas), ahí está todavía el teólogo bávaro, ex profesor de las universidades de Bonn, Münster, Tubinga y Ratisbona, respondiendo desde su retiro cartas de ateos y siguiendo el desarrollo de las reuniones anuales de sus ex alumnos, quienes aún se juntan a discutir los temas más variados en el ambiente de libertad y seriedad que él promovió. Una vez Ratzinger firmó, se dice que presionado por algunos colegas, una petición para que el nombramiento de los obispos tuviera fecha de caducidad. Escandalizados, unos alumnos le reclamaron que haya apoyado una idea contraria a la tradición eclesial. Su respuesta fue: “Bien, si se han enfadado, escriban algo en contra de la propuesta”. Seriedad y compromiso, no temerle a los retos. Gratias, pater.
[1] RATZINGER, Joseph. Discurso con ocasión del primer centenario de la muerte del cardenal John Henry Newman.