El 17 de junio de 1994 representé al gobierno en la inauguración de la casa de José Carlos Mariátegui, reconstruida y convertida en museo durante el primer mandato del presidente Alberto Fujimori, siendo ministro de Educación Jorge Trelles. Yo era el secretario general. Después, el mantenimiento de la casa-museo pasaría del ministerio de Educación al de Cultura. El Amauta, su esposa y los cuatro hijos habían vivido ahí desde el 1 de junio de 1925 hasta su muerte el 16 de abril de 1930. Queda en el jirón Washington, números 1946 – 1938 del Cercado de Lima.
Mi padre, Matías Prieto Delgado, y José Carlos Mariátegui coincidieron en un viaje por mar, llegando al Callao habiéndose convertido en amigos, ya que tuvieron varias tertulias en la cubierta del buque. El primer día que conversaron, contaba mi padre, se dieron cuenta que políticamente no coincidían en nada, por lo que optaron por tratar temas culturales en el más amplio sentido de la palabra, logrando pasar juntos muchos ratos agradables.
Al descender del buque en el Callao el 17 de marzo de 1923 se despidieron. Mi padre tuvo la cortesía de prestarle algo de dinero, al darse cuenta que lo necesitaba. Mariátegui no quiso ser menos e insistió cortésmente en que mi padre aceptara una pistola como recuerdo de esa nueva amistad.
Mi padre, que trabajó 43 años en el hospital Arzobispo Loayza en el departamento de medicina interna, del que sería jefe bastante tiempo, atendería varias veces a la esposa de Mariátegui, no sé si en su consultorio o en el hospital, que en esa época era sólo para mujeres. El de varones era el hospital el 2 de mayo. Ambos pertenecían a la Beneficencia Pública de Lima.
Mi padre, que nunca fue el médico de su ilustre amigo, se lamentaba del hecho de que la cirugía que le hicieron sus colegas al Amauta había sido una tragedia, porque le cortaron primero la pierna sana por error y luego no tuvieron más remedio que cortarle también la enferma, por lo que lo dejaron disminuido físicamente y quizás ello fuera el origen de su prematura muerte.
El día de la inauguración de la casa museo conté la anécdota de la pistola a Sandro Mariátegui, presente como otras personas de esa familia, y se alegró de saber el nombre, para él hasta entonces desconocido, de la persona que había recibido ese original regalo de su padre. No fue una compra-venta. Mi padre se adelantó a ofrecerle un dinero que Mariátegui necesitaba. El Amauta tuvo la delicadeza de corresponder con un objeto que seguramente tendría algún significado para él.
Solamente vi usar una vez esa pistola a mi padre, cuando un ómnibus atropelló al perro de la casa. Nuestra mascota quedó malherida. Mi padre intentó atenderla cuanto pudo pero cuando vio que el animal agonizaba fue a su dormitorio, volvió con una pistola –yo era niño y era la primera vez que la veía- y luego de hacerle un cariño en la cabeza acabó con la vida del pobre perro con un certero balazo. ¿Qué fue después de la pistola? Un amigo de mi padre se la pidió prestada para una exhibición de recuerdos de Mariátegui y no se la devolvió.
Escribo este recuerdo porque ha llegado a mis manos un libro de Guillermo Rouillón Dohuarte, titulado “La creación heroica de José Carlos Mariátegui” (t. 2 La Edad Revolucionaria) editado en Lima en 1984, en el que se narra el episodio de la pistola, tal como fue, salvo que Mariátegui le dio la pistola a mi padre y no a Salvador Lorente, que había ido a recibirle y al parecer pagó el exceso de equipaje de Mariátegui, como dice el autor.
Rouillón afirma que la pistola recibida fue “a guisa de compensación”, lo que es cierto, pero por un dinero dado por mi padre al Amauta para lo que pudiera necesitar los primeros días en Lima (o a lo mejor, para pagar el exceso de equipaje). Yo he oído varias veces contar esta anécdota en el hogar, por lo que me llama la atención de que Rouillón mencione como fuente a mi padre (p. 175), con la inexactitud en lo que respecta al receptor de la pistola.