¿La santa Iglesia católica?, por Daniel Masnjak

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Una mujer hermosa y vestida con un bello traje, pero con el rostro mugriento, el vestido rasgado y los zapatos embarrados. Así le apareció la Iglesia Católica en una visión a santa Hildegarda de Bingen y el Papa Benedicto XVI tomó esa imagen para describir, a fines del año 2010, la situación en medio de las terribles denuncias de abusos sexuales por parte de miembros del clero. Que la imagen hiciera referencia a una mujer hermosa no es trivial, pues se relaciona con una parte del Credo de los Apóstoles que a más de uno debe resultarle incómoda. Tiene que ver con la expresión “la santa Iglesia católica”.

¿Con qué cara se repite todos los domingos “la santa Iglesia católica, la santa Iglesia católica”? Suena a que los católicos nos hacemos la vista gorda ante las denuncias de abusos de todo tipo, los conflictos internos, la falta de transparencia, las metidas de pata de la jerarquía (la de hace diez siglos y la de hoy) y un largo etcétera. Suena a que fingimos que nada de eso es real, incluso los pecados propios. Solo así se entendería que luego agarremos y digamos que somos unos santos. ¿Cómo creer en la Iglesia? ¿Cómo creer que es santa, si entre sus miembros ha tenido y tiene a tantas personas cuestionadas?

En primer lugar habría que aclarar que los católicos no creemos “en la Iglesia”, en el sentido de que no creemos en ella como creemos en Dios. De modo que, quien se haya ido porque “cree en Dios y no en los hombres”, podría reconsiderar su decisión. A lo mejor descubre, como Chesterton, que en su intento de rebelarse contra la ortodoxia no ha hecho más que abrazarla y muy fuerte. De hecho, como explica Henri de Lubac, S.J. en su libro La fe cristiana (1970), el “creer en la Iglesia” fue percibido desde un inicio como una idea aberrante y errada, al punto que Alcuino de York preguntaba ante los niños, en plena Edad Media, “¿Crees en la santa Iglesia?”, para que respondieran: “¡No!”

Uno de los mejores libros para comprender el Credo es la Introducción al cristianismo de Joseph Ratzinger, Benedicto XVI. Los católicos no rezamos que la Iglesia es santa porque creamos que todos y cada uno de sus miembros tienen una trayectoria inmaculada. Lo hacemos porque creemos que en ella encontramos a Dios, creemos que Él se hace presente en el mundo a través de ella. Creemos, como dice Ratzinger, que “la santidad de Cristo brilla en medio de los pecados de la Iglesia”, que nuestras manos sucias sirven a Dios de indigna vasija para su presencia.

Para los católicos, es en la Iglesia donde se encuentran la palabra, el perdón y el propio Cristo, en la Eucaristía. Todo eso está ahí siempre, “en días buenos y aciagos”, a pesar de los errores y los horrores, del escándalo y la sospecha. Lo que la hace santa (acto de fe mediante, por supuesto) es que en ella uno encuentra el gran “sin embargo” del amor de Dios. Tanta ofensa, tanto escándalo y, sin embargo, sigue ahí el mejor amigo, el que nunca abandona. Ese “sin embargo” es lo que brilla en medio de la miseria humana, lo más valioso que tiene la Iglesia, acaso lo único. Con todo derecho lo defiende de la generalización, que por lo demás es enemiga de la verdad.

El “creo en la Iglesia” de versiones como el Credo de Nicea-Constantinopla no equivale a tener la esperanza puesta en hombres siempre imperfectos, sino que es más una referencia de tipo “espacial”. La Iglesia es el lugar, la comunidad donde uno encuentra la fe auténtica y el consuelo, que comparte con los cristianos de ayer y de hoy. Así como uno “espera en la sala”, uno “cree en la Iglesia”. Habrá quien piense que todo esto es ridículo, pero al menos podrá notar que ni la más grande biblioteca dedicada a los horrores de la historia de la Iglesia mellaría que la creamos santa, pues no depende de las acciones de los fieles.

Confundir la Iglesia santa con un museo de santos es una tentación común en la que no se debe caer, entre otras cosas porque ese malentendido suele terminar en grandes decepciones. Sin embargo, los apologetas de la generalización no deben cometer el error de creer que quien defiende lo que brilla en la Iglesia no hace más que intenta “atenuar” barbaridades e intentar salvar una “imagen de integridad y superioridad moral”. Por el contrario, el cristiano reconoce “la imposibilidad de la autarquía y la debilidad de lo propio” y por eso cree que la santidad viene de afuera. En la monja que baña a los leprosos y el fraile que se ofrece para ser ejecutado en lugar de un padre de familia, no ve otra cosa que el rostro del nazareno que le enseñó a amar hasta el extremo. Por eso no puede admitir la generalización. Quien defiende lo que brilla en la Iglesia lo hace justamente porque no lo considera propio, sino un don dado por Aquel que nunca le falla, ni en el momento más oscuro. De ahí que la generalización, la extensión del mal hecho por unos sobre quienes se esfuerzan por ser (y muchos son) luz para el mundo, no pueda ser una opción para un cristiano.