*Advertencia: el concepto indicado no cuenta con base científica referente al contenido, se trata de una reflexión puramente emocional.
¿Alguna vez te has subido a una montaña rusa? Es una pregunta estúpida, pero cierra los ojos por un segundo y acuérdate de todas las veces que has estado en una; del nudo que se te hace en la boca del estómago y sube hasta tu garganta en cuanto ves la caída que se acerca. Acuérdate de cómo tu corazón empieza a parpadear tan fuerte que casi llegas a escuchar el beep estático de las máquinas de hospital. Acuérdate de cómo te sudan las manos y cómo cierras los ojos. Pero acuérdate, más que nada, de la sensación horrible que se hace tiempo elástico para estirarse en los segundos antes de la caída. Acuérdate de cómo eso es casi peor que caer. Bienvenido al acantilado.
Todo el mundo te dice que si no arriesgas no ganas, que hay que saber jugársela en esta vida. El concepto en sí es muy bonito hasta que te invade otra vez ese terror a las relaciones y a que te hagan ese daño que juraste que ya habías olvidado. Te dijiste a ti misma que empacaste el miedo junto con ese peluche de Rosatel comprado a último minuto y la bufanda horrorosa que te regalo tu ex cuando regresaste de viaje allá por el 2012 – cabe recalcar que tú no usas bufandas, observador el chico, ¿no? Te prometiste a ti misma, maldita sea; te miraste en el espejo y juraste por Dios, por tu madre, por la Inca Kola Light y por el gato del vecino que tú no le ibas a tener miedo a nada nunca más. Ya. Sí. Claro. Mejor te vas admitiendo a ti misma que eso es imposible mientras te comes otros dos litros de Peziduri de chocolate con cuchara de sopa.
La verdad de todo esto es simple: tenemos miedo a salir heridos. El problema es que nadie nunca ha podido saber con exactitud qué es precisamente lo que tanto daño nos hace, y les presento por eso la “Teoría del Acantilado”. Tú no le tienes miedo a que te diga que no puede ir al cine porque ha quedado en tomarse unas chelas, no. Tú le tienes miedo a algo peor que eso, le tienes miedo al “yo te aviso” en sus varias formas.
“Yo te aviso si puedo, si llego, si la hago, si me provoca,” etc. El “yo te aviso” – y su contraparte, el leído-pero-aún-no-respondido de Facebook o Whatsapp– son lo peor que puede pasarte. No le tienes miedo a que te digan que no porque, total, el no ya lo tienes seguro y te arriesgas por el sí. A lo que le tienes miedo de verdad es a los segundos, minutos, horas y a veces hasta días –aunque ahí sí que te recomiendo replantearte la relación– que pasan lentos hasta tener una respuesta. Muchas veces no es el no lo que te decepciona: al final de todo, es un cierre y te permite seguir adelante. Lo que de verdad te molesta es la maldita pendiente en la que te dejan mientras tú sientes que estás subida otra vez en esa montaña rusa y que la bajada nunca llega.
Lo peor de todo es que cuando al final de la espera eterna en que casi se te van los ovarios por la boca de los nervios te contestan que sí la hacen. ¿Si sí la haces entonces por qué me tienes acá esperando como cojuda hace cuatro horas ilusionándome cada vez que vibra mi celular? Algunos lo hacen por hacerse el difícil –es el siglo XXI ten huevos que por algo naciste con ellos-, otros simplemente no se dan cuenta lo mal que lo pasas esperando, así que les voy a poner un ejemplo.
Imagínate –quien sea que eres– que es la final de la FIFA y van empatados. Imagínate que se han ido a sobretiempo y tú eres el que está ahí atracado en la Javier Prado un domingo intentando llegar a la casa de tu pata para ver el final del partido. Lo estás escuchando por la radio pero, claro, no es lo mismo. En tu desesperación llamas a tu amigo para ver si ya han metido gol y te contesta que no pero que no te preocupes porque “broder, yo te aviso”. En ese momento se te va la señal de la radio –gracias RPP– y tú ahí sentado con la bocina maldiciendo a todo Dios y a la policía de tránsito incluida mientras esperas la llamada de tu amigo. Pasa la hora y media que te demora atravesar la ciudad antes de que te suene el teléfono –ya has saltado unas quinientas veces antes pensando que era él pero no, solo era tu vieja que quería saber si sacaste a pasear al perro antes de irte– y te dice que ya metieron gol. “¿Hace cuánto?” le preguntas, “Hace media hora pero, broder, te avisé, ¿no?”
Ahí va mi punto. Qué, ¿te mereces un premio por haberme tenido nerviosa, estresada, tensa y preocupada por el tiempo que te demoraste en dignarte a responder? Perdona chico, pero así no funciona la cosa. Te la pasas con los ojos cerrados y el corazón en la garganta esperando la caída de la montaña rusa, esperando el salto del acantilado que es, muchas veces, la peor parte de todo el juego. Y, otra vez, juras por Dios, por tu madre, por la Inca Kola Light, por el gato del vecino y hasta por Laura en América –qué bajo caes– que nunca más vas a volver a pasar por esto, aún sabiendo que es mentira. Todavía no he encontrado una solución a este sentimiento pero si lo encuentro; entonces, no te preocupes porque, flaca: “yo te aviso”.
***
A estas alturas el teléfono ha vibrado ya unas quinientas veces mientras esperas su respuesta – y dale con tu vieja y el perro, carajo. Tú lo que pasa es que, de verdad, no entiendes a las flacas. Te dicen que es complicado y que tú no lo entenderías, pero claro, eso solo porque no te dejan ni intentar entender. Vuelves a sentir que te subes a la montaña rusa y miras para abajo –mierda, es alto. Entonces miras a la izquierda y ves sentada a la flaca a la que le escribiste hace un par de horas. El tú de tu cabeza le pregunta si quiere ir a comer después de esto –en caso que no mueran, claro– y ella te contesta con el clásico no sé si puedo. Traducción: ahora friégate mientras me esperas, desgraciado.
Pongámoslo así: tienes a las mujeres que se molestan cuando las tratan de tontas –a pesar de que se portan así-, y las feministas que se asan cuando no les cedes el asiento de la combi. Flaca, es uno o lo otro, pero para con lo de los dos. No puedes pararte al borde del acantilado con un pie en tierra y el otro en el aire, en algún momento tiene que pesar más una de las dos: gravedad o sentido común.
Y entonces estás ahí como cualquier martes pastrulo después de la uni jugando a Call of Duty versión ocho mil cuando por fin te contesta: no sé si puedo. Y lo ves todo como una película en tu cabeza: primero la puteas por cojuda y después tiras el celular contra la pared tan fuerte que se rompe, y sueñas con hacer eso, pero no lo haces. No lo haces porque, a pesar de todo, la chibola te jala el ojo y no quieres cagarla. No lo haces porque has tenido que ahorrar ‘un culo’ para comprarte ese iPhone. Simplemente, no lo haces.
Si andan tanto con la tontería de que las mujeres deberían de ‘empoderarse’ –palabra sacada de los discursos de tu vieja cuando habla de su ex-marido– entonces, ¿por qué siempre tienen que escribirles primero los hombres? No te cuadra por qué siempre hay que jugársela antes que ellas, arriesgar más, arriesgar todo. Atreverte a que te mire con esa cara de ubícate por favor –sí, tú sabes de qué cara estoy hablando– cuando lo único que querías era irte al cine o algo, y bueno, de repente después más.
Después se quejan de que si solo hacemos las cosas cuando estamos borrachos, que solo nos atrevemos con una botella en la mano. Claro, ¿y quién no? Como si voy a jugármela yo para estar subido en esa maldita montaña rusa en mi cabeza mientras tú escoges entre hacerte la difícil y decidir si valgo la pena. No, así a mi no me gusta jugar. No me gusta pasarme las horas esperando que averigües si ese no sé si puedo se va a convertir concretamente en un sí o un no. Mejor di las cosas directamente a la cara y evítame las horas de estar ahí colgado esperando tu respuesta mientras intento hacer como si no me importa frente al televisor y mi vieja grita desde la cocina –otra vez– que saque a pasear al perro.
Así que, ¿sabes qué? Renuncio. Renuncio a que me tengas ahí todo el tiempo que quieres persiguiéndote con Whatsapps y por Facebook cuando ni siquiera estoy convencido de que vales la pena, porque simplemente no te interesa convencerme. Renuncio porque estoy cansado de que siempre sea la misma historia, de sentir que piso aire y tierra a la vez mientras espero a que me confirmes si te provoca verme la cara. Renuncio al estrés y los nervios de pensar si para ti soy suficiente. No quiero ser suficiente para ti, flaca, quiero ser suficiente para mí. Pero renuncio y sigo esperando tu mensaje porque a pesar de todo me bacilas, y algo tiene que valer la pena todo este esfuerzo que le he metido para hablarte.
Y entonces pasa. Entonces vibra el celular y salto encima como cuando de chibolo jugaba a peleítas. Entonces vibra el celular y eres tú que por fin me has contestado. Al final sí puedo, ¿te sigue provocando ir al cine? Y me doy cuenta en ese segundo – con los gritos de mi vieja y la tele prendida como fondo –que la voy a cagar. La voy a cagar porque me cansé de ti. La voy a cagar, aunque de repente después pueda arreglarla, pero en este momento lo que de verdad necesito es cagarla. Así que cojo una chompa y el celular, abro la puerta de la casa y mientras tanto te contesto: no sé si puedo, tengo que sacar a pasear al perro.