La toma por el MRTA de la casa del embajador del Japón en el Perú, Morihisa Aoki, fue para mí el más grande revés de mi vida periodística, según explicaré en esta nota. Por entonces yo ejercía la jefatura del Servicio de Noticias de América Televisión.
Quiero explicar anteladamente que nada es más ambicioso para un periodista que estar en medio de la noticia. No por afán de figuración, sino porque el periodista es invadido por la adrenalina en esas circunstancias. En el ejercicio de la profesión, por más de cincuenta años, he vivido repetidamente esa sensación ante el peligro extremo. Una de esas ocasiones ocurrió con motivo del atentado contra Frecuencia Latina, el 5 de junio de 1992, hecho del cual felizmente salí con vida.
Yo estuve invitado para participar en el agasajo brindado por el embajador Aoki con motivo del onomástico del emperador del Japón. Tenía planeado llegar a eso de las 8 de la noche, es decir una hora después de la hora fijada por la esquela.
Resulta que el Canal donde trabajaba, había organizado un desfile artístico en la plaza Mayor de Lima, en coordinación con el alcalde Alberto Andrade. Como es lógico pensar, los funcionarios del Canal estábamos obligados a concurrir a dicho evento. El inicio del programa estaba fijado para las 7 de la noche; pero por causas que nunca se explicaron empezó con más de una hora de atraso. Esta circunstancia me impidió estar en la casa del embajador a la hora calculada.
La toma de la embajada ocurrió a las 8 de la noche del 16 de diciembre de 1996. La fenomenal noticia no fue percibida en la plaza Mayor. Ocurre que en el asiento que estaba frente a mí había una persona con rasgos orientales. A la hora antes señalada él recibió una llamada a su celular y luego de responder, salió casi volando del lugar, lanzando lo que parecía una interjección. En su atropellada salida, lanzó a un costado la silla que por suerte no causó daños a las personas que estábamos en el entorno.
A poco de salir del lugar, a eso de las 8 y 29, me topé con el periodista de RPP, Eduardo Lindo, quien me contó lo ocurrido. Fue entonces que casi me caigo de espaldas. Puse orden a mis pensamientos y creí que era inoportuno e inútil ir a la embajada. Entonces me dirigí apresuradamente al Canal.
En la redacción, todo era un tumulto, como es de imaginar. La gente entraba y salía; las órdenes tronaban en el espacio; la secretaria llamaba a reporteros a sus respectivas casas, con el fin de ordenarles la vuelta al Canal para colaborar con esa noticia que era la noticia del siglo.
De pronto, me topé con el jefe de edición Ronald Velarde, quien sabía que yo iba a ir al agasajo de la embajada. Y a boca de jarro me preguntó: ¿Cómo fue Justo…cómo fue?
Comprenderán que mi respuesta le desarmó. Apretó los labios reprimiéndose las palabras y, al fin, como buen timonel, me dijo “bueno, ¡Sigamos para adelante…¡”
Se trataba de una noticia piramidal por su importancia. El mundo entero viró su mirada hacia Lima. Los teléfonos del canal recibían incesantemente llamadas desde todas partes, en todos los idiomas.
Todo esto da a entender que el Perú ya no fue el mismo hasta las 8 de la noche de ese día de diciembre de 1996.
Toda nuestra fuerza informativa fue empeñada exclusivamente a favor de esa sensacional noticia. Día y noche, por espacio de 122 días, hasta el 22 de abril de 1997, teníamos enormes ecran con imágenes en directo de la casa del embajador.
Acerca de la experiencia vivida en aquellas circunstancias, he conversado extensamente con uno de los rehenes, el periodista Julio Higashi. Fue liberado la misma noche de la captura, p0ero adquirió un bagaje informativo que no tiene límites.
Aquello fue lo que me perdí. Aquello significa para mí, hoy por hoy y para siempre, mi frustración por no haber estado en la vorágine de la noticia.
JUSTO LINARES, abril de 2015