El 27 de julio es un día previo al festivo recuerdo de que hace 195 años nuestros antepasados proclamaron la independencia del Perú. Esta fecha se convirtió en un hito que evitó que retrocediéramos en el esfuerzo de consolidarnos como un pueblo unido y cohesionado. Recordemos nuestro ahora más conocido mote republicano, “Firme y Feliz por la Unión”, que por momentos parece solo un adorno literal.
Los peruanos que nacieron luego de esta generación tuvieron la tarea de continuar con la formación de la nación peruana, recibiendo la posta de sus antecesores y contemporáneos mayores.
Entre estos hubo un grupo interesante de prohombres que nacieron en la década de 1830, entre quienes se puede destacar a Manuel Pardo y Lavalle, Aurelio García y García y Miguel Grau Seminario.
Estos tres personajes tuvieron en la década de 1870 sus máximos logros, sin desmerecer los anteriores o posteriores, como en el caso de García y García.
Pardo fue electo presidente de la República convirtiéndose en el primer ciudadano sin uniforme en serlo por la vía democrática. García y García fue el primer sudamericano en abrir relaciones diplomáticas con los imperios del Japón y de China. Miguel Grau se convirtió en la esperanza del Perú durante los primeros seis meses de la peor guerra de nuestra historia.
Nos enfocaremos en las lecciones del último de los mencionados, pues fue justo un 27 de julio de 1834 que vio la luz por primera vez en la casa materna ubicada actualmente en la calle Tacna nº 622, en Piura.
Es imprescindible recordar la razón por la cual Grau tuvo tanta legitimidad y liderazgo ante sus amigos, subordinados y sociedad en general. Dejaré que Monseñor José Antonio Roca y Boloña nos lo exponga:
“Hombre de fe, toda su confianza se cifraba en Dios. A él atribuía el buen éxito de sus arriesgadas empresas […] De ahí nacía aquella imperturbable serenidad en medio de los mayores peligros; que imponía confianza en los que le obedecían, y le dejaba en aptitud de aprovechar todas las ventajas de su pericia, aún en aquellos momentos en que lo recio y arriesgado del combate suele desconcertar los espíritus de mejor temple.
La tranquilidad de su conciencia, dulcísimo fruto de una vida honesta, del ejercicio constante de las virtudes morales y cívicas, del conocimiento austero del deber, de su inquebrantable resolución de sacrificarse por la patria; resolución que demostró recibiendo con ejemplar fervor los santos Sacramentos, y haciendo sus disposiciones últimas, antes de salir a campaña” (de la Puente Candamo, 1979: 117).
Este hecho es medular en la vida de Grau: Su fe. En los tiempos actuales esto suena pasado de moda o una perorata aburrida. Sin embargo, fue la libertad absoluta de Miguel Grau la que lo llevó a elegir el camino de su vida. Recordemos su embarque de niño y adolescente. Tuvo todas las excusas para no ser un hombre de bien. Pero decidió serlo. Decidió seguir a su conciencia y al derecho natural que brota desde el espíritu de todos los hombres. “Antes del héroe y de la alta virtud profesional, en Grau podemos advertir un modelo humano en el cual la visión religiosa de la vida está, sin duda, en la raíz, como los cimientos profundos de una gran concepción” (de la Puente Candamo, 1979: 117).
Su última confesión la realizó en el Convento de los Descalzos del Rímac. Aquel espacio espiritual que hoy en día custodia una valiosa colección pictórica virreinal, así como una formidable biblioteca. Dentro de este claustro se encuentra el retrato del padre Pedro Gual, el amigo íntimo de Grau y su guía espiritual.