[EDITORIAL] Ley Pulpín: crónica de una muerte anunciada

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La derogatoria por parte del Congreso de la República de la Ley de Empleo Juvenil -más conocida como “Ley Pulpín”- pone fin a una ley que nació herida de muerte al no contar con una apropiada estrategia de comunicación y diálogo político. La decisión de derogarla por parte del mismo parlamento que tan sólo unas semanas antes votó a favor de la misma, es sólo una raya más al tigre dentro de la crisis de representación que sufre el primer poder del Estado y una muestra de cómo nuestra poca maduración política e institucional durante los últimos quince años puede comenzar a truncar aquello en lo que el país sí ha progresado: lo económico.

La “Ley Pulpín” no era una gran norma, pero tal como estaba, resultaba más beneficiosa que costosa. Este diario considera que la ley no era una solución para combatir la desaceleración económica, ni tampoco un gran catalizador para la formalización laboral, como algunos voceros del gobierno han venido sosteniendo; sin embargo, en su diseño y limitado alcance se encontraba un método para resolver las profundas deficiencias de nuestro mercado laboral, que por su inflexibilidad y baja productividad no es capaz de reflejar plenamente el avance económico del país durante la última década y media. Es por esa razón que la empleabilidad de los jóvenes se ha visto golpeada por la decisión del Congreso hace unos días.

En contra de la ley se esgrimieron tres tipos de argumentos: (i) que violaba derechos; (ii) que era discriminatoria; y (iii) que haría que trabajadores con más años de experiencia fueran reemplazados por trabajadores de menor edad por beneficio de los propios empleadores. En estos tres aspectos, la crítica a la ley se equivoca. No sólo la Ley “Pulpín” no vulneraba derechos, pues lo que pretendía era otorgárselos a aquellos que no los tenían; la ley tampoco discriminaba, pues éste era un régimen que tan sólo se generaba a crear distinciones en base a necesidades distintas entre el trabajador con experiencia y el nuevo miembro de la fuerza laboral (de la misma manera que la ley crea distinciones entre las personas con y sin discapacidades, adultos y niños, etc.). De hecho, las personas con mayores años de experiencia tampoco se veían perjudicadas, pues su conocimiento y experiencia los hace más productivos: si una empresa buscara reducir su costo de planilla, no necesitaría esperar a la Ley “Pulpín”, sino que simplemente podría contratar trabajadores más jóvenes con pretensiones salariales más modestas. Si no lo hacen es justamente porque la productividad del trabajador justifica su salario y no al revés, como algunos protestantes han asumido incorrectamente.

Más aún, la ley no alteraba las remuneraciones de los trabajadores, pues las empresas realizan contrataciones en base a costos anuales: si al empleado hay que pagarle doce o catorce (o incluso 16) veces al año es indistinto, pues el pago mensual se ajusta de tal manera que el costo continúe siendo el mismo. La única situación en la que la eliminación de la gratificación y la CTS realmente reducen los ingresos del trabajador es cuando éste percibe el sueldo mínimo; en este caso, sin embargo, los números hablan por sí solos: de los aproximadamente cuatro millones de trabajadores en planilla del país, únicamente el 4.5% (180 mil) percibe el sueldo mínimo, la mayoría de los cuales trabajan en los sectores agrícola (en el que ya existe un régimen laboral especial) y textil.  Y mientras esta fracción del 4.5% pudo efectivamente verse perjudicada (y tan sólo temporalmente) con la ley, con su derogatoria se cierra la oportunidad de acceder a beneficios sociales como seguro de salud a los jóvenes que forman parte del 80% restante de trabajadores, quienes se mantienen en la informalidad. Para este último grupo, la votación del Lunes en el Congreso no preservó sus “derechos”, pues para empezar estos no los tienen.

Los dedos acusatorios de este último grupo tienen muchas direcciones en que apuntar, pues la responsabilidad de esta debacle recae no sólo en la oposición, que de manera inconsistente y con cálculo claramente electoral se volcó en contra de una norma que inicialmente apoyó, sino también en la propia pareja presidencial. Nuevamente, el presidente Ollanta Humala y su esposa han demostrado que su ambición excede en largamente a sus habilidades políticas. No sólo la ley fue presentada sin realizarse una reflexión cuidadosa de las potenciales protestas que podría generar, sino que, cuando éstas llegaron, el gobierno no estaba preparado para afrontarlas. A esto se sumó una falta de convicción evidente en los últimos días que permitió que la norma fuera vapuleada en la votación de hace unos días. El gobierno fracasó porque se permitió así mismo fracasar, y la pareja presidencial es la responsable directa de ello.