El proyecto de ley que propugna “la necesidad de establecer formalmente el reconocimiento de un estado laico” añade a continuación que “en términos formales se puede afirmar que el Estado peruano es un [estado] laico […] como lo señala nuestra constitución política en el artículo 50”. Si ya es formalmente laico, ¿para qué cambiar la constitución? El congresista se contradice.
La laicidad, como dice Roberto J. Blancarte, tal como cita el congresista Paconi Manami, “supone la autonomía de lo político frente a lo religioso, independientemente de las diversas formas de relación entre el Estado y las Iglesias o convicciones religiosas institucionalizadas”. Nuestra constitución, gracias a Dios, mantiene en todos sus artículos este criterio y por eso mismo usa una forma de relación con la Iglesia católica, “como elemento importante en la formación histórica, cultural y moral del Perú y le presta su colaboración”, porque es el credo de la mayoría de los cristianos. Y lo hace sin que por ello falte al respeto a las otras creencias –“respeta otras confesiones y puede establecer formas de colaboración con ellas”-. Si es así, ¿para qué cambiar la constitución? No tiene sentido, salvo que lo que se quiera es hacer daño a la Iglesia católica y por ende a sus fieles.
El Estado laico excluye de la esfera política y jurídica toda pretensión de dirigir la vida espiritual “mediante normas referentes a la verdad religiosa”, según algunos autores vigentes, como Martín Reinhardt, Javier López y Ernst Burkhart, entre otros. O como dice Jorge Adame Goddard “el estado laico es aquella organización política que no establece una religión oficial, es decir que no señala una religión particular como religión propia del pueblo”. Efectivamente, la constitución peruana no es confesional y no impone una religión concreta al pueblo. Tanto es así, que los evangélicos crecen en número año a año bajo la protección de nuestra constitución, que garantiza la libertad religiosa de los habitantes del Perú. “Toda persona tiene derecho a la igualdad ante la ley. Nadie debe ser discriminado por motivo de origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquiera otra índole”. (art. 2.2).
El Estado laico así entendido se mantiene libre e independiente de la Iglesia y pide en reciprocidad que la Iglesia se mantenga libre e independiente del Estado. Hay autonomía eclesiástica y autonomía política. Lo que obviamente no impide reconocimientos históricos ni colaboraciones oportunas, como ocurre con el Perú.
Esta corriente de pensamiento de laicidad que responde al nuevo enfoque de libertad religiosa entiende que el cristiano dispone así del derecho de contribuir a la construcción de las estructuras políticas y jurídicas de su nación, como cualquier otro habitante del país. Y en función de su vocación cristiana, lo hará de acuerdo a la dignidad de la persona humana, concorde a la ley natural y divina.
El Estado laicista “constituye en cambio un cuadro de injusta coacción más o menos pronunciada y visible”, según la interpretación de los autores citados. El Estado laicista responde a un integrismo político, en la peor de sus acepciones, que es a la vez una concepción de pensamiento político único, que no soporta la libertad religiosa.
El Estado laicista se caracteriza por una confusión de lo religioso y lo político desde el momento que pretende que la constitución política debe rechazar toda interpretación trascendente del hombre y sus relaciones con el Creador. Vulnera no solamente la libertad religiosa sino también la política, porque pretende imponer una visión inmanente del hombre.
Históricamente, el Estado laicista responde a una reacción contra el Estado confesional, que ha quedado atrás con la declaración “Dignitatis humanae” del Concilio Vaticano II. Siguiendo a López y Burkhart decimos que “el cristiano no necesita estructuras confesionales sino estructuras que respeten la libertad y la dignidad de todos”.
Los pocos que propugnan el Estado laicista han olvidado que Jesús dijo: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Irónicamente, podemos afirmar que los defensores del Estado laicista tienen una mentalidad clerical, no una mentalidad laical. Los fieles laicos entienden bien la enseñanza cristiana: deben ser buenos fieles de la Iglesia y buenos ciudadanos del Estado. Lo que no quiere decir neutrales ni indiferentes a la doctrina de Jesús sino propiciar una civilización que respete la libertad religiosa y la concepción de vida de sus habitantes conforme al derecho natural en su vida personal y en su vida política, sin responsabilizar a la Iglesia de sus propuestas dentro del orden temporal opinable.
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