Mi generación creció cultivando el espanto en una macetita que se regaba todos los domingos. Por las mañanas cerrabas el puño simulando una piedra y, siguiendo una interminable coreografía de ponerse de pie y sentarse, te dabas golpes en el pecho por un crimen que no habías cometido. Pero por el que serías condenado. Dios estaba crucificado, por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa. Al atardecer se cerraban las puertas del cielo y se abrían las del infierno. Empezaba entonces la pegajosa musiquita que nos amenazaba con perder a nuestra madre. No te vayas, mamá, no te alejes de mí, adiós mamá, pensaré mucho en ti, chillaba Marco mientras atravesaba el mundo con un mono en la cabeza y esa profunda pena que jamás se solucionaba. Eso era peor que ir a misa. Dios al menos estaba muerto; de la mamá de Marco no sabíamos nada.
Cuando entré al mundo gay me sentí como Marco navegando en mares inhóspitos. Era un círculo muy pequeño (y un infierno grande) donde casi todos nos conocíamos. En esa época teníamos una tradición que en la actualidad ha desaparecido. Los chicos nuevos establecían una relación de madre-hijo con alguien más experimentado. No era una relación sexual, la intimidad con tu madre estaba prohibida (el incesto para nosotros también es un tabú). Era alguien que te cuidaba y en quien podías confiar a ciegas. Y al igual que en el mundo exterior, madre solo podías tener una.
Como una maestra espiritual sacudida por una revelación, era ella quien elegía al discípulo. ¡Soy tu madre! Luego abría las puertas de su casa y te ofrecía un lugar donde sentirte normal. Mucho afecto y una valiosa estructura que impedía que te fueras al desagüe. Lo más parecido a una familia. Con todo cariño y paciencia, te ayudaba a adaptarte a ese nuevo espacio donde se manejaba una cultura para la que nadie te había preparado, con códigos de honor y conducta muy distintos a los del mundo heterosexual.
Te mostraba cuáles eran las zonas peligrosas y cuáles, las asequibles. Aprendías las leyendas negras y los trucos para evadir a la policía, las palabras clave, cómo descubrir quién te quería dañar, qué actitudes estaban proscritas, de qué personas había que cuidarse, además de los dichos, refranes y jergas que debías manejar. La madre también transmitía las pautas con las que minimizar los conflictos y sobrevivir a la hostilidad del ambiente. Te entrenaba en el indispensable arte de afilar la lengua y nunca quedarte callado. De su mano desandabas esa indefensión que se había instalado en ti luego de tantos años de soportar faltas de respeto. Pero lo más importante era que te enseñaba a amarte como eras y a tener conciencia del grupo al que pertenecías.
El tiempo ha sepultado esta sublime práctica y hoy las madres-gay han perdido vigencia. Toda la información que un chico nuevo requiere está disponible en foros, videos, aplicaciones y chats. El mundo virtual funciona como un simulador de vuelo donde entrenarse, pero el campo de batalla ha perdido originalidad y ya no supone un gran reto, como antes. Quisiera creer que esto es un avance. Pero hay algo que no se puede sustituir, ese vínculo con una historia que inevitablemente te concierne. Una madre.
Las únicas que conservan intacta la costumbre son las mujeres trans. Quizás porque el aislamiento social al que se les condena todavía las obliga a buscar refugio en una red familiar alternativa. Por ellas hay que seguir trabajando. Su presente se parece mucho a nuestro ayer.
Foto: PATRICIA NOYA
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