Libres para elegir, por Gonzalo Ramírez de la Torre

"El Estado no es nadie para definir cuál es la composición correcta de un matrimonio".

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Esta semana Ecuador legalizó el matrimonio entre personas del mismo sexo. El hecho deja claro que este tipo de medidas se están convirtiendo en la norma en los países occidentales y nos permite a los peruanos reparar en que no es una utopía que circunstancias como esta puedan darse acá, habida cuenta de las similitudes culturales que guardamos con nuestro vecino norteño.

Y es que el matrimonio entre personas del mismo sexo es algo que todo país que se precie de ser libre y democrático debería aceptar. El sustento para ello, a diferencia de lo que algunos puedan argüir, no reside en argumentos como querer otorgarle legitimidad al amor que se tienen dos personas, ni en la búsqueda de la igualdad. El único sustento necesario para permitir que las personas del mismo sexo puedan libremente elegir casarse es que no hay razón lógica para lo contrario y basta con revisar los argumentos de los que se oponen para darse cuenta de ello.

Alegar, por ejemplo, que permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo destruiría la familia, es un sinsentido. Si algo haría una medida de esta naturaleza es reconocer legalmente a todas las familias, incluso a aquellas que los conservadores se afanan por negar que existen. También lograría sincerar una institución que algunos están interesados en confinar a los límites de sus creencias. La familia, como toda institución humana, no existe por designio de un grupo de hombres iluminados que demarcan su naturaleza, esta existe bajo los parámetros que le impone la realidad, la interacción espontánea entre individuos.

Lo mismo ocurre con el matrimonio. En este caso el argumento suele ser etimológico, sosteniendo que el término evoca la maternidad (‘mater’) y por ello la necesidad de que traiga como resultado la reproducción. Esto bien podría sostenerse si se trata de una definición religiosa del término (los líderes de cada credo pueden plantear las reglas que quieran para sus actividades), pero lo cierto es que no existe definición legal que obligue a que un matrimonio deba devenir reproducción. Una regla de estas características marginaría también a aquellas parejas heterosexuales que, por enfermedad o accidente, no puedan tener hijos, pero al no ocurrir eso el argumento termina siendo vacío.

Los alegatos religiosos, en general, tampoco se sostienen, incluso los que dicen que una medida como el matrimonio homosexual no debería darse en un país donde, por su fe, la mayoría lo ve como una aberración. La ley, claro está, no debe estar supeditada a la concepción del mundo que tiene un grupo en particular, independientemente de cuán grande pueda ser. Un Estado sensato solo debería preocuparse de que las acciones de un ciudadano no afecten el ejercicio de las de otro y un matrimonio, sin importar quiénes lo compongan, no afecta a nadie más que los que eligieron componerlo.

Y esto último debería ser la clave de la discusión. El Estado no es nadie para definir cuál es la composición correcta de un matrimonio y cuando lo hace lo único que logra es limitar el ejercicio de la libertad de un grupo importante de la ciudadanía. Permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo no significa concederle a algunas personas algo que otras no tienen, implica simplemente que sean libres de elegir suscribir un contrato con quien ellos quieran, asumiendo los riesgos y gozando de los beneficios que puedan venir.

Mientras tanto, la imposibilidad de que las parejas LGTB contraigan matrimonio las coloca en una posición bastante precaria. El problema no solo se limita al campo patrimonial (si uno muere el otro no es reconocido legalmente como su heredero), también significa limitaciones más prácticas. Un miembro de la pareja, por ejemplo, no puede tomar decisiones médicas por el otro en caso este se encuentre indispuesto. En caso uno de ellos vaya a prisión el otro no podría hacer una visita conyugal. Uno tampoco podrían reclamar en la morgue el cadáver del otro en caso ocurra lo peor.

En suma, la definición actual de matrimonio que mantiene el Estado solo atenta contra la libertad que tienen los individuos a elegir cómo y con quién vivir sus vidas y, asimismo, contra la obligación que tiene la ley de proteger a todos los peruanos por igual.

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